Una visita a la playa de Alfonsina Storni

Hay personas con gran facilidad para narrar sus historias vividas; sin embargo, tal parece como si el ajetreo cotidiano les ganara la batalla impidiendo que la lleven al papel. No se trata de egoísmo, porque con gran derroche de maestría y sencillez regalan una anécdota mientras dejan embobado al oyente. Herminia Rodríguez es de esas personas.

Lo mismo puedes escucharle hablar de cuando estuvo en el lugar donde mataron al Che, y sus peripecias para descender tan enrevesado e inhóspito terreno; o cuando compró aquel atuendo boliviano que descansa en el espaldar de su sillón preferido.

Yo, que gracias a la providencia conozco algunos de sus sublimes relatos, contados con tal naturalidad como si de algo tan cotidiano como comprar el pan en la bodega se tratara, decidí «aguijonearla» cuando tuve la oportunidad de visitar su casa.

Imaginé que cada pieza que descansa en su hogar atesoraba una historia, tanto aquellos objetos de alfarería andina como el librero del cual no se pudo desprender al terminar sus estudios en la Unión Soviética. Pero cuando uno cree que la va conociendo, ella, Herminia, te sorprende con un nueva narración contada con gracia casi infantil, pero donde logras entrever cierto sabor garciamarquiano.

Hace algún tiempo le escuché rememorar aquella vez, en el 2005, que se hallaba en Mar del Plata junto a un grupo de cubanos. Su estancia allí coincidió con la celebración de la Cumbre de las Américas, donde los pueblos del Sur sepultaron el Tratado de Libre Comercio que proponía Estados Unidos. El evento pasó a la historia por la célebre frase de Chávez: «¡Alca… al carajo!»

Pero en las costas de esa urbe argentina ocurrió un suceso poético que Herminia no podía pasar por alto: allí murió Alfonsina Storni. 

Niña grande y valiente como es Herminia, tomó la decisión de no perder la oportunidad de visitar la playa La Perla, donde la Storni se adentró al mar. Había un solo problema: debía convidar a alguien para que la secundara en tamaña empresa. Una especie de cómplice.

Además, como en la Cumbre se encontraba Bush, habían redoblado las medidas de seguridad en la ciudad. Algo que también hizo la delegación cubana para evitar cualquier suceso infeliz. Herminia, que no es indisciplinada y solo quería visitar la playa de la Storni, se le ocurrió que a quién mejor convidar a la aventura que otro niño grande como ella. Pensó en Guillermo Cabrera Álvarez.

Como separarse de la delegación les podía granjear un fuerte regaño, necesitaban más cómplices, porque cuando la reprimenda es entre muchos toca a menos por cabeza. Dos nuevas reclutas defensoras de la poesía se inscribieron en el viaje; bueno, más bien una recluta y toda una alta oficial del verso: Rosa Miriam Elizalde y la Premio Nacional de Poesía Nancy Morejón.

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Luego convocaron a un quinto personaje para que corriera con los gastos del taxi (cosas de cubanos) y salieron rumbo a la playa, no sin antes convencer al conductor, quien se rehusaba a llevar a cinco personas en su auto. Argentino al fin, estaba ajeno al Período Especial y los serios problemas del transporte en la isla caribeña.

El encargado de persuadir al taxista fue Guillermo, quien muy comedido pero con firmeza, según relata Herminia, dijo: “¡Nos llevas!”. Minutos después, cinco cubanos partían hacia el último lugar que pisaron los pies de la Storni.

Era una playa gris, triste, y poco atractiva. El último lugar que alguien escogería para morir, pero fue en esas y no en otras aguas donde se adentró Alfonsina para no salir jamás. Allí el mar se adueñó de su poesía.

Una vez en el lugar, Nancy Morejón propuso recitar varios poemas de la autora argentina, pero sucedió algo curioso: quizá producto de la emoción, nadie recordaba uno íntegro, solo fragmentos. Y así, con retazos de versos, armaron una especie de homenaje exquisito al legado de la Storni.

Herminia recuerda que Guillermo se dispuso a recoger conchas en la arena.  Ella, por su parte, decidió sentir el agua, y aunque no me lo dijo, imagino que buscaba alguna conexión mística con su autora preferida.

Me comentó la profe que a las semanas o meses siguientes, Guillermo convocó a los lectores de su sección La Tecla Ocurrente, en Juventud Rebelde, para que escribieran mediante una carta qué había significado la obra de Alfonsina en sus vidas. El jurado estuvo compuesto por los fugados a la playa: Nancy, Rosa y la propia Herminia.

Para su asombro, el premio consistió en las conchas que Guillermo había recolectado en aquella playa gris, de muerte, poesía y fuga. 

Y así termina esta historia, quizás un poco rústica y defectuosa al ser narrada por mí, pero juro que de la voz de la profe Herminia fue de las mejores que he escuchado.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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