«Abuela ¡lo mismo otra vez!»

Abuela cumplió 85 años. Cuando cae la noche sus piernas se doblegan al cansancio. Pero de día se le olvida la edad y deja brillando la casa. Los hijos le reprochan su abuso con la actividad física y siempre se defiende alegando que lo hace para que ellos no pasen trabajo.

Nació en Media Luna, vive contándoles a sus nietos las historias de cómo su familia, a pesar de la pobreza, siempre estaba feliz. Reunidos en la sala, con el piso de tierra y el techo de guano, algunos hermanos al igual que ella cantaban bastante bien, o al menos afinaban; mientras que otros escribían y declamaban sus poemas.

Así creció. Aprendió a coser desde muy niña. Y a los 16 años se casó. Tuvo siete hijos. La mayor murió cuando tenía siete años. Los otros seis son el sustento de sus días. Abuela trabajó 10 años en las vaquerías cercanas a Ceiba Mocha, lugar donde vive hace más de cuatro décadas.

Por problemas de enfermedad en sus piernas, no pudo seguir como recriadora y se dedicó por completo a la costura; y por desconocimiento no tramitó entonces ningún documento que le valiera un retiro. Económicamente depende de su esposo, pero en mayor parte de sus hijos.

Sus relatos predilectos son los de cuando era la mejor recriadora de la zona, la reconocían en la empresa con frecuencia porque tenía las naves relucientes. Otro que aflora siempre, cuando el tema de conversación es la pereza, es el hecho de que con solo nueve años tejió su primera sobrecama y cuando dejó de trabajar se convirtió en la mejor costurera del barrio, porque además de remendar, confeccionaba piezas de ropas casi perfectas. Y no puede faltar el de su viaje desde Niquero hasta Matanzas con siete muchachos a cuesta.

Desde hace un par de años la vida se le ha vuelto un poco confusa. Olvida y cambia los nombres. Se pierde en el tiempo, no sabe en qué día y fecha se encuentra. Pregunta y repite las mismas cosas una y otra vez. Sabe su nombre, su historia, dónde queda su casa y las de sus dos hijas que aún permanecen en el poblado. Entre muchas otras cosas que les permite a los médicos determinar que todo es producto de la avanzada edad. Nada fuera de lo normal.

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Para los especialistas en el tema, el diagnóstico es fácil. Para quien la conoce y se detenga en su mirada todos los días, es más difícil. Desde que tío viajó hacia Angola, el brillo de sus ojos no es el mismo. Los kilómetros que separan a Mocha de la Habana, donde radican otros dos de sus hijos, para ella son incontables. Sin hablar de las 90 millas entre su abrazo y la nieta mayor que crió desde los dos años de edad.

La nostalgia no es buena compañía en la vejez. No está sola, pero le faltan rostros, besos importantes. Vive con la angustia de decir adiós al mundo sin volver a ver a los que no están. Se despierta en las noches con pesadillas, asustada, preguntando por sus bisnietos como si fueran sus pequeños.

Todas las tardes da su paseíto de rutina. Llega a casa de su hija menor, se sienta en la terraza a recomponer las fuerzas, y comienzan las anécdotas de siempre. Entre el cansancio del día y la imprudencia de la “juventud”, su nieta le dice “Abuela, esa historia la sabemos de memoria”. Ella responde al momento “No, negrita, no. Yo a usted nunca le he hecho ese cuento”.

La madre abre los ojos y espanta la insensibilidad en la joven, quien entonces le da un beso en la frente a su abuela, se sienta en el piso junto a sus piernas, le empieza a acariciar las manos y con un tono sutil expresa: “Ay, sí, abuela, es verdad. Cuéntame, cuéntame más”.

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Sobre el autor: Lisandra Verdecia

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