Nostalgias de un mochilero: Caleta del Toro

Caleta del Toro, Ciénaga de Zapata

Fue de la voz de un cenaguero autóctono que me llegó aquella frase contundente que aseguraba que si existía el paraíso, tendría que parecerse a la Ciénaga de Zapata.

Reclinado en un taburete, aquel hombre parecía que también hablaba con sus manos para reafirmar cada frase y juicio. Emitía criterios absolutos como si no hubiera nadie en el mundo capaz de contradecirlo, porque pocos, según aseguraba, lograron recorrer tanto pantano como él.

Conocía el vasto territorio mejor que la palma de sus manos encallecidas, que parecían aves nerviosas por aquella manera tan expresiva de conversar mediante gestos que me resultaban exagerados, tanto como las historias que me contaba.

Pero por más que aquel guajiro me advirtiera de la belleza de Caleta del Toro, no alcancé a visualizarla en mi mente y la imaginé similar a las tantas caletas y cenotes que hasta ese momento había visitado en mis continuos viajes a la Ciénaga de Zapata.

Justo donde transcurría nuestro diálogo, un asentamiento conocido como Los Hondones, pude disfrutar de las frías y oscuras aguas de varios de esos accidentes geográficos que tanto abundan en esa región pantanosa.

De cualquier rincón del monte aparecía de la nada una abertura en la tierra llena de agua. Luego, conocería que formaban parte del sistema espeleolacustre que se extendía por toda la costa sur de nuestra provincia.

Con el tiempo, visité Caleta del Rosario, pero en pocos lugares me deleité tanto como en Caleta Buena. Incluso, resultó elegida mediante una encuesta de Cubadebate como uno de los 10 sitios más hermosos de Cuba.

Más de una vez regresé a aquel paraje donde habían erigido una instalación turística cuyo gerente, de apellido Ferbán, siempre nos recibía con un saludo afectuoso. 

La transparencia, quietud y agradable temperatura del agua le daban un matiz paradisíaco, como me había advertido aquel veterano cenaguero.

Incluso, en una piscina natural permanecían decenas de peces chopas que se habían convertido en una especie de atracción turística, ya que podías bañarte a muy poca distancia, y algunos hasta en un gesto de atrevimiento te mordisqueaban las extremidades.

Ya había olvidado el encuentro con el veterano de Los Hondones, cuando, un día de camino a Guasasa, desde el asiento trasero del auto, la muchacha a la que le habíamos dado un aventón en Girón nos señala un camino perpendicular a la carretera, asegurando que justamente allí quedaba Caleta del Toro.

La joven se habrá llevado un gran susto cuando le pedí al chofer que detuviera el auto inmediatamente. Cuando le expliqué que llevaba mucho tiempo intentando localizar el lugar, se calmó y me llevó hasta él.

Apenas se distinguía desde la carretera, pero, una vez que uno comienza a aproximarse, quedará ensimismado ante las cristalinas aguas. Las rocas del fondo se apreciaban con total nitidez, hasta contaba con un tronco que servía de trampolín.

Al contemplar Caleta del Toro, me embargó una fuerte sensación de libertad, al punto de querer salir corriendo y lanzarme a aquel espejo de agua y en el aire quitarme la ropa y nadar desnudo. Por suerte, el sentido común pudo más y me contenté con inmortalizar el momento en un tablet.

Como todavía nos faltaba bastante del trayecto hacia Guasasa, decidimos continuar camino. Durante el viaje sentí plenitud, me imagino muy similar a esos conquistadores que, después de una larga travesía, desembocan en el punto anhelado que marcaron en un mapa y observaron con mucha expectativa durante semanas.

También acudió a mi mente la imagen de aquel buen señor fácil de palabra que desde su taburete me aseguró una de las verdades más contundentes que pude constatar: el paraíso, de existir, debe parecerse a la Ciénaga de Zapata; y los ángeles, de existir también, deben retozar en parajes como Caleta del Toro.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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