Nostalgias de un mochilero: Guasasa

Para llegar a Guasasa desde Girón debes recorrer una distancia de casi 30 kilómetros por una polvorienta carretera, si se le puede llamar así a la vía que comunica con el distante poblado.

La irregularidad del terreno dificulta el avance y prolonga el recorrido. Por suerte, a ambos lados del camino emergerán casimbas y formaciones cálcicas de aguas transparentes, o caletas que parecen muelles construidos por el hombre entre el diente de perro.

Cuando el carro aminora la marcha el silencio es total, solo roto por algún “riquimbili”, como llaman allí a los motores de tres ruedas que aparecen de la nada a gran velocidad, para perderse tras el saludo y la polvareda que aviva a su paso como si los baches no existieran; o tal vez, de tanto recorrer la vía ya conocen cómo sortear las protuberancias del terreno.

Como sucede siempre que se visitan los asentamientos más apartados de la Ciénaga de Zapata, uno comienza a mirar el reloj y a fijar los ojos tenazmente en el horizonte, para ver si se logra avistar al menos un bohío, una antena, alguna señal de vida humana. Pero nada.

Solo mangle y monte a un costado, diente de perro al otro, y polvo, mucho polvo, y un mar con el azul más indescifrable que hayas visto.

¿Cómo será Guasasa? ¿Qué características tendrá ese pueblecito y su gente? ¿Valdrá la pena sufrir tanto bache y atragantarse de semejante polvo? Te preguntarás una y otra vez.

Entonces vuelves a mirar el reloj, atisbas el horizonte para solo descubrir la copa de los árboles, y el camino interminable que se bifurca en una curva. Al traspasarla, retorna el camino interminable… por los minutos de los minutos… y continúa el polvo, y regresa el riquimbili más veloz que hace un rato, y quisieras detenerlo para que te diga dónde está Guasasa, pero temes que la respuesta te corte las alas y tronche tus ganas de contar historias.

Sigue de largo el vehículo obsequiándote otra nube de polvo. Con la garganta reseca, un sudor pegajoso, pero sin perder del todo las expectativas, identificas un techo de guano a los lejos. ¡Humanos!, dices para tus adentros como si fueras un náufrago. Al final solo llevas poco más de una hora de viaje dando tumbos en el carro.

Piensas que será peor para los habitantes de Guasasa. Ellos cuentan con un transporte que sale bien temprano y regresa en la tarde. La guagua duerme en Cocodrilo, poblado mucho más allá. Y te preguntas cómo se las ingenia el chofer de la misma para recorrer ese trayecto dos veces al día, todos los días de la semana.

Pasas cerca del bohío descubierto en la distancia y descubres que está deshabitado. No es necesario convocar a una pitonisa para reconocer la soledad de un hogar. Una casa que nadie habita transpira desamparo. Uno entiende que el final será irremediablemente similar a los cimientos que se dejan ver a pocos metros, donde asoma otra casa que un día fue. Allí donde alguna vez jugaron los niños, una mujer fue amada, o un hombre salió a cazar, solo queda la zapata. Se deja ver entre la maleza, para advertirnos que ese puede ser el final de muchos, de todos.

Nos viene a la mente aquel poema de Vallejo, que dice algo así como que “no vive ya nadie en la casa, todos se han ido. La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda, pues todos han partido”.

Sigues avanzando. Te embarga la dulce sensación de haber llegado a tu destino. Miras con atención para no dejar escapar los detalles de esa primera vez. Ahora deseas que el tiempo se detenga, quisieras que no existieran los relojes, ni la palabra regreso.

Te reciben gigantes hornos de carbón. Parecen montañas. Los carboneros le llaman “mesa” a cada piso del horno. Montan la base con troncos que te llegan más allá de la cintura; más arriba colocan otra porción de leña; luego, una tercera. Cuando tiene tres mesas, o pisos, para quien llega de afuera, lo revisten y le dan candela.

Seguimos el camino y se avistan finalmente confortables casas de mamposterías. Tras una mirada panorámica identificas el policlínico, la tienda, el círculo social. Luego descubres frondosos árboles y más abajo una playita.

Sobre un promontorio de roca descansan una decena de botes. El muelle de Guasasa está ubicado sobre los riscos, no en el mar. Para descender las embarcaciones construyeron una especie de rampa de madera. Sin necesidad de preguntar, uno comprende que Guasasa es pueblo de hombres y mujeres de carbón… y de mar.

Tras detenerse el carro, tus primeras palabras a manera de saludo consistirán en una especie de súplica por un sorbo de agua. Debes beber algún líquido que te refresque la garganta después de tanta polvareda ingerida.

“¡Se pusieron de suerte!, si llegan a venir días atrás se quedan sin tomar agua”, nos dice alguien. Pero el agua no se le niega a nadie, piensa uno. Sin embargo, el problema realmente es otro: en Guasasa el agua es salada. Solo el frío del refrigerador le baja un poco la salinidad. En Guasasa no hay corriente eléctrica pero se logra enfriar el agua gracias a la planta que dota de electricidad al poblado de 10 de la mañana hasta el mediodía. Y luego en las tardes, desde las cuatro hasta la medianoche.

Cuando el petróleo no llega a tiempo por algún imprevisto, o demora hasta cinco días en entrar la pipa del combustible por alguna avería, significan jornadas de silencio absoluto, o peor aún, con agua extremadamente salada, lo que la hace imbebible.

Tampoco se puede fregar, ni lavar, porque el vital líquido se bombea desde un pozo mediante la electricidad. Mientras uno escucha esas historias agradece a la suerte el haber escogido un día en el que en Guasasa había petróleo en la planta eléctrica.

Y es que se llega a creer que el hombre se adapta a las duras circunstancias de la vida, a la lejanía, al polvo, la soledad, a la corriente a intervalos, hasta que un lugareño nos saca de dudas.

“Resignación, muchacho, nadie se adapta a las condiciones difíciles. Cuando te quitan la luz a medianoche, por muy cansado que estén tus huesos, si hay calor no lograrás conciliar el sueño”.

Y entonces se mira la carretera infinita, se detiene la vista en un niño sonriente que pasa despreocupado, se voltea la mirada para escudriñar la amplitud inconmensurable del mar, los botes apiñados en el muelle de rocas, alguien que pasa con una botella de ron al hombro, ¿o fue en un poema de Vallejo donde un hombre cargaba un pan? 

Cuántas historias se ocultan en poblados como Guasasa, cuánto de vida y de muerte se respira en esos parajes apartados, cuánta soledad habita… ¿Sería posible medir la soledad?

Si me preguntaran diría que de vez en vez se necesita desembocar en poblados así para saber lo que se tiene y lo que nos falta. Ese choque abrupto con la sencillez, con las cosas imprescindibles, vivir alejado de las futilidades que agobian demasiado la existencia citadina, muchas veces nos encarrila. Sin olvidar que quizá queremos escapar de lo que ellos tanto ansían.

Guasasa no es esa comarca ideal sacada de un cuento de hadas ni mucho menos, allí deben existir sus desavenencias, la vecina chismosa al tanto de todo lo que pasa, el viejito gruñón pero que también rebosa vida, la gente bebe ron, maldice y ríe y hace el amor a oscuras.

Allí, en aquel apartado lugar del mundo, fluye la belleza entre el polvo y el silencio.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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