Mientras Juan rebuscaba entre sus papeles, yo insistía en que con su palabra me bastaba. Aun así, para él no era suficiente, aquellos documentos eran la prueba fehaciente de que había vivido y luchado por este país.
Tanto dio hasta que finalmente aparecieron. Los extrajo delicadamente de la jaba donde los guardaba y comenzó a mostrármelos uno a uno. Se le notaba en el rostro el orgullo de poder compartir su tesoro una vez más.
El viejo vive tras un portón de hierro y a su alrededor se sostienen las paredes agrietadas que parecieran haber compartido sus heridas. El hombre dice que aparenta más edad de la que tiene y se lo achaca a haber trabajado mucho desde muy joven, pero sus brazos continúan fuertes y sus gruesos nudillos todavía podrían tumbar a cualquiera de un puñetazo.
Llegué a su casa en busca de la historia de un ex boxeador que enseñaba a niños en el barrio y terminé escuchando una travesía de veinticinco días donde un joven cubano atravesaba el océano Atlántico rumbo a Angola en pleno 1975.
Su brigada recibiría la misión de servir de puente entre la retaguardia y el frente de batalla. Pese a que las tareas de logística evitaban a toda costa los encuentros con el enemigo, esto no evitó que participara en pequeñas escaramuzas donde vio morir a dos compañeros, uno de ellos en sus brazos a las puertas de un hospital de campaña.
Pese a que de adolescente ya había mostrado interés por el deporte, e incluso participó en el XI Torneo Nacional Playa Girón, el boxeo reapareció en su vida cuando, tras completar una misión de traslado de prisioneros, fue convocado para los primeros juegos del ejército en Luanda en la división de los 71 kilogramos.
El viejo sonríe y se aprieta las manos justo antes de contarme que ganó todos los combates por nocaut. Nadie le aguantó un par de golpes, era demasiado rápido y sus ganchos podían poner a dormir a un elefante. Junto con la medalla del torneo me muestra una foto de un joven que sonríe a pesar de haber vivido los momentos más duros y tristes de su vida.
Cuando regresó de Angola comenzó a trabajar en la imprenta de la Universidad de Matanzas, lo prueba con una imagen en una revista y el recuerdo de un diploma de vanguardia provincial que no encuentra pese a seguir buscando entre los papeles. Tiene que estar ahí, él sabe que está ahí, no se puede haber perdido.
Hace una pausa y recuerda su derrota frente a un campeón panamericano en otro evento deportivo organizado por las FAR. Intenta recordar el nombre del contrincante en vano, pero me aclara que el combate no fue justo porque él estaba por debajo del peso de su rival.
Después de la imprenta trabajó en la Base de Supertanqueros como agente de seguridad y también en la Central Termoeléctrica Antonio Guiteras, pero el boxeo era su pasión, así que buscó la manera de seguir peleando.
Intentó ingresar como profesor en alguna institución deportiva, mas no tenía formación académica, así que no lo podían contratar. Esto no evitó que le permitieran compartir sus experiencias con los estudiantes siempre que tuviera un chance. En el año 1998 empezó a enseñar boxeo en el barrio sin cobrarle un peso a nadie.
Juan me enseñó una gran cantidad de guantes que cuelga del techo. Aquello era el donativo de muchos de sus antiguos estudiantes que lograron hacerse un camino en el deporte o salieron del país, además de donaciones de Francia, Alemania, España y varias instituciones religiosas.
Dice que le gusta pensar que su trabajo desinteresado con los niños ha sido su aporte para mejorar la posición de Matanzas en el boxeo a nivel nacional. Presume orgulloso de haber entrenado a ocho campeones provinciales.
De repente comienza a guardar todos los papeles y la mirada se le torna triste. Va a tener que dejar de entrenar porque la situación se ha puesto dura. Va a tener que volver a hacer guardia para ganarse los kilos y ya está muy viejo para saltarse los días de descanso con los niños del barrio.
Me comenta que es una lástima porque, aunque la gente no lo crea, el boxeo salva. Es más sano devolver los golpes que nos da la vida sobre un ring y con guantes sobre nuestros puños, que en las calles. Juan ha visto cómo el deporte que ama aleja a los niños de la delincuencia, los separa de las dinámicas de familias disfuncionales y les da un motivo mucho más noble para pelear.
Juan se repite a sí mismo que llegó el momento de dejarlo, que le toca colgar los guantes, mientras acepta ponérselos por última vez para tomarse una foto junto a su uniforme y sus medallas.
Los papeles que deja en la silla no cerrarán las grietas de las paredes, tampoco le servirán para pagar lo que con su jubilación no le alcanza, pero son la prueba de que vivió luchando con los guantes puestos.
(Fotos: Raúl Navarro González)
Lea también: El mecánico de zapatos
Valiente Juan y su historia triste. Un cubano más sobreviviente, incluso de la guerra a la que lo llevó el destino o la suerte de muchos que conocieron y sufrieron las tragedias de Angola. Hoy Juan en la miseria y en la tristeza sigue en pie y luchando. Gracias Juan
Esa es la historia. Bella y triste. Esa es Cuba… con sus matices. Tremendas fotos. Bien por Boris y por Raulito.
Es muy duro contar estas historias pero a la ves necesario tanta valía tanta historia olvidada es la única manera de que se vean estas cosas hasiendola públicas para que la nueva generación conozcan el pasado de estos hombre.
Increíblemente envejecido, excelente trabajador. Lo reconocí en la foto de la Imprenta.