Matanzas nuestra, de todos

Matanzas y lo imprescindible en el recuerdo y el andar; la bahía y todas las calles que conducen al mar. Matanzas y la añoranza dibujada en poemas.

Hace mucho tiempo alguien me dijo que para sentir eso que se dice “matanceridad” se precisa haber nacido en la urbe de ríos y puentes. Que nadie que no haya dado aquí sus primeros pasos puede entender ese orgullo intrínseco, esa añoranza, esa defensa intensa de su cultura, sus tradiciones o el patrimonio que guarda Matanzas.

Matanzas no fue la ciudad de mis juegos de infancia. Mis rodillas no sufrieron en sus calles, no eché flores a Camilo en el San Juan, ninguna de mis graduaciones fue el Sauto. La ciudad de los poetas y yo nos perdimos muchas primeras veces pero nos regalamos otras tantas y por ella me inundan nostalgias que no caben en esta crónica.

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Matanzas y lo imprescindible en el recuerdo y el andar; la bahía y todas las calles que conducen al mar. Matanzas y la añoranza dibujada con tinta en un sinfín de poemas. Matanzas y el alma de Milanés, los fantasmas del Sauto, el gran amor de Heredia, la india dormida, la Loma del Pan.

No, quizás la “matanceridad” no me alcance de ese modo, pero me llevo cientos de atardeceres en Narváez, la habilidad de esquivar los pájaros de noche en el Parque la Libertad, el dolor de no haber conocido el esplendor de su Biblioteca, la capacidad de asombro cada vez que descubro sus leyendas.

No importan los adjetivos si me queda al final ese extraño orgullo de presumir su historia, su belleza, la satisfacción de vivir la magia de Las Estaciones cada fin de semana, el aura que según la profe Lisset te cautivaba solo al traspasar las columnas del Sauto; el incalculable caudal de espíritu y consagración de Los Muñequitos o la satisfacción inmensa de decir- mientras se escucha una rumba o un danzón – “ese ritmo nació en Matanzas”.

Una ciudad, y sus puentes, romances frente al mar, tardes de risa y amigos entrañables. Matanzas y su dicotomía entre La Habana y Varadero. La poesía, el teatro, vibrar frente al Yumurí, un aguacero en Monserrate. Querer contar su historia, compararla inútilmente y comprender de pronto la dicha de habitar su belleza, sus calles milimétricas, su majestuosidad a pesar de la desidia y una grandeza de 329 años.

Llevo en el alma sus colores, su música, sus tristezas, Matanzas, el sitio donde se juntan nostalgias, gente querida, momentos felices, inspiración inmensa con solo contemplarla. La “matanceridad” no importa tanto si me embarga ese sentimiento, si me llena esa dicha simple, y con eso, basta.

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Sobre el autor: Lisandra Pérez Coto

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