
Mi abuelo era maestro repostero, uno de los buenos. Verlo trabajar era un espectáculo: la fluidez con que realizaba cuatro o cinco tareas al mismo tiempo. Tomar el punto del almíbar con los dedos o apretar la harina en un puño para conocer su densidad, eran solo algunas de sus muchas pericias.
La belleza de un oficio consiste justamente en esas destrezas, entrenadas por años, transmitidas de una generación a otra. Habilidades y “secretos” que lucen como magia ante ojos inexpertos.
Durante siglos, las familias de escasos recursos enviaban a sus hijos a casa de los maestros artesanos, para que se hicieran aprendices. Herrero, panadero o sastre son solo algunos ejemplos. Allí se estudiaba sobre la marcha, aumentando las responsabilidades poco a poco. El alumno pagaba la enseñanza con trabajo.
A partir de la década del 50, estas prácticas comenzaron a menguar, hasta casi desaparecer. Muchos oficios se extinguieron totalmente a causa del progreso social: farolero, sereno, mecanógrafa o lavandera; algunos sobreviven apenas, como el afilador ambulante de tijeras.
En Cuba este declive tuvo sus particularidades. Después de la enorme revolución cultural, que trajo consigo la Campaña de Alfabetización, se abrieron muchas oportunidades de superación. El conocimiento, entendido como subir de nivel escolar, era por fin una opción para todos los estratos sociales.
Se desató una fiebre del saber, los hijos de campesinos y obreros se hicieron médicos e ingenieros, y las viejas profesiones ya no parecían tan interesantes o prometedoras.
Décadas más tarde, estábamos casi en las antípodas. Recuerdo, de cuando era niña, que la “escuela de oficios” se usaba como una especie de amenaza para los menos aventajados. Si te hacías tornero o plomero era porque “el coco” no te daba para más.
Luego, con la crisis de los 90, muchos retornaron a las viejas labores en busca de alternativas económicas, pero nunca fue lo mismo. Se había roto la cadena sutil, que enlaza una generación con otra en materia de aprendizaje.
La sociedad, como un organismo vivo, se resiente si todas sus partes no funcionan en sintonía. Hoy constituye un problema para Cuba, no solo entregar en usufructo las tierras ociosas, sino capacitar a quienes las reciben, pues muchos carecen de los imprescindibles “saberes del campo”.
Algunos brotes reverdecen en ideas muy prometedoras, como la Escuela Taller y de Oficios Daniel Dall’Aglio, perteneciente a la Oficina del Conservador de la ciudad de Matanzas, que abrió sus puertas en 2019. Sin el concurso de albañiles, herreros o carpinteros ebanistas, la restauración de inmuebles patrimoniales sería imposible.
Un oficio se adhiere a una persona hasta ser parte de su identidad, de su esencia misma. Recuerdo a mi propio abuelo, a quien nunca llamaron por su nombre de pila, sino Muñoz el dulcero, o a Juanito el sastre o a Daniel el cartero.
Conservar estas profesiones ancestrales no solo alimenta y reanima el entramado económico-social, sino que mantiene vivo el patrimonio inmaterial de la nación. Como diría Martí: “Mientras más tenga de arte un oficio, más hace caballero al artesano”.