La música que salva la historia

Alba Lina insiste en que la música salva la historia. Si alguien lo duda solo debe escuchar los himnos de muchos centros docentes del poblado de Pedro Betancourt, los cuáles son fruto de su talento y pasión.

La primera vez que Alba Lina Hernández Sotomayor tocó la clave de son era apenas una niña. Hasta ese momento se había conformado con admirar extasiada a su padre, Valentín Hernández Rodríguez, aquellas tardes en que se congregaban las amistades en torno al diapasón de la guitarra; o cuando narraba escenas de su entrañable amistad con Arsenio Rodríguez, el “Ciego Maravilloso”.

Ese día la melodía se le metió como nunca en el cuerpo. Desconocía los pentagramas; sin embargo, su oído inequívoco guiaba al tenedor que marcaba tres golpes fuertes y dos débiles sobre un litro de cristal.

Casi seis décadas después se deja llevar por el mismo pa-pa-pa…pa-pa. Esta vez no están las cuerdas de Valentín, ni la madre que la arrullaba con cánticos antiguos, ni el abuelo Fabián, un mambí betancoureño de quien heredó el ímpetu.

La casa también ha cambiado desde entonces. La terraza luce una mesa larga cubierta por varios libros, y frente a ella se extiende una pizarra donde la huella de trazos y números sobrevive al polvo blanquecino del borrador.

Mientras conversamos, su hijo mayor atiza el fuego para apurar el almuerzo. Entonces, tanto el viento que crispa las brasas de carbón, como la espumadera desperezando las cazuelas, invocan una fiesta de sonidos en torno a su voz.

—Mi vocación, además del magisterio, es el arte. Cuando la musa llega cedo a su impulso. Se me ocurre el simple tarareo de una melodía y luego sobrevienen las estrofas. Compartirlas es la mejor parte porque la música congrega.

—¿Y los himnos mucho más? —le pregunto y de repente no soy yo quien habla, sino la niña sobre la plaza de gargantas abiertas que recibían la mañana. “Jo-sé An-to-nio Eche-verría (…) / Mi escuela lleva su honroso nombre / somos dignos de su ejemplo y lealtad”, canto y siento una pañoleta anudada dentro del pecho.

—Amo los himnos porque son reflejos reales. Tuve la suerte de que me pidieran escribir el de casi todas las instituciones escolares de este poblado: las primarias José Antonio Echeverría, Augusto César Sandino, Juan Gualberto Gómez y, más adelante, el de la secundaria básica urbana 28 de Octubre y el preuniversitario Dionisio Morejón.

“Algunos surgieron de la nada, otros tenían apenas una cuarteta y logré completarlos. Sentía que a través de ellos salvaba esa herencia de símbolos que habita en el nombre de cada centro docente”.

Alba tiene una forma de narrar exquisita, llena de estribillos. Unas veces se recuesta en la silla, otras, parece saltar sobre ella para no perder el compás de los recuerdos. Cuando me revela la manera en que ideó sus composiciones, advierto un rasgo común: redactaba sobre la marcha.

Escribía frente a sus estudiantes, junto a sus manos alzadas lanzando preguntas al ruedo de una clase. Lo hacía como Pedro Figueredo acuñó cada palabra de La Bayamesa, con la efervescencia del espíritu que sella un pacto legítimo con la historia.

Las horas transcurren sin que ninguna de las dos abandone su puesto junto a la mesa. Pero las escenas que van y vienen la obligan a levantarse y reaparecer con una página de aquel Girón, tamaño sábana, que se imprimía en 1979. A pesar de los años, no resulta difícil reconocer su sonrisa entre los miembros del contingente pedagógico Augusto César Sandino, que marchó hacia Nicaragua a desarrollar la primera Cruzada Nacional de Alfabetización.

—Era pequeño cuando me fui —dice y señala hacia el hijo ensimismado frente al fogón—. Antes de partir a la patria sandinista, nos reunimos y una maestra me sugirió componer un tema para nuestro contingente. Se me ocurrió introducir unos cambios a la marcha de los alfabetizadores cubanos, respetando la melodía. Lo copiamos, distribuimos y, ese día en que Fidel nos visitó, lo entonó el teatro entero.

“El Comandante preguntó quién lo había escrito y me puse de pie temblando. Enseguida me pidió que le entregara una copia. En una hoja de libreta rasgada a duras penas por mi nerviosismo cumplí su petición. Tuve que abrirme paso entre la multitud para alcanzárselo. Lo guardó en el bolsillo con gratitud y me dio la mano. ¡Qué mano más fuerte y fina a la vez!”.

En suelo nicaragüense Alba impartió clases, ayudó a construir escuelas y aprendió muchísimas canciones del grupo musical de Managua. Encontró también instantes para sentarse junto a los campesinos y guardar aquellos temas que tocaban las fibras tradicionales.

—Tras mi regreso monté varias de dichas piezas. Todavía algunos estudiantes que hoy ya son hombres y mujeres las recuerdan. Me dolió mucho cuando, hace un tiempo, pasé por una primaria y, al escuchar su himno, noté que cambiaban su estructura, que lo pronunciaban con desánimo. Entonces pedí permiso, subí a la plazoleta y lo canté para ellos. Llovieron los aplausos y hasta hubo quien expresó: ¡Mira qué hermoso es!”.

Una pequeña cortina de humo se acerca a la terraza cual presagio de platos servidos. Alba se apura en añadir algunos detalles, como la carrera de su retoño menor que se convirtió en trombonista, su reincorporación a las aulas luego de la jubilación, y la responsabilidad de buscar alternativas que le permitieran atender a sus pupilos más allá de la covid-19.

Su existencia ha sido siempre una lucha contra la desmemoria. Le entristece que aún no se haya aprobado el himno que compuso para su pueblo, o que algunos se resistan a comprender que la música y la enseñanza pueden ir de la mano salvando el mundo sonoro de un país.

Luego, logra contagiarme con la clave y me sumo bajito al último coro del mediodía:“Tumbaaa como tumbo yo, / tumba negra como tumbo yo”, cita aquella canción que su padre señaló como la primera que escuchó de los labios de Arsenio. Esta vez la hija de Valentín se ve con la seguridad absoluta de quien ha probado que las huellas del arte sobre la vida no se borran, igual que los trazos de la pizarra que a sus espaldas deshacen el olvido.

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Sobre el autor: Periódico Girón

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