
Biblioteca versus Internet: una cruzada moderna.
Si eres un adolescente cubano de entre 13 y 18 años, o un joven de veintipico, es más probable que escuches una voz altisonante en tu cabeza si escribo «El Chicleee», tengas tu pareja favorita en «Wara» y no des ni remotamente en el clavo si un mulato bonitillo llega de pronto y te dice: «Frank Cabrera Supermarket te regala estos productos si logras responder las siguientes preguntas correctamente…»; antes que conocer a Ana Karenina, Edmundo Dantés o siquiera saber dónde queda la biblioteca de tu localidad.
Las bibliotecas cubanas, otrora templos del saber con colas inmensas para consultar sus novedades, hoy acumulan polvo en sus estantes, algunos de ellos casi vacíos. Mientras, la mayoría de los jóvenes vive encerrado en el embrujo pixelado de sus celulares —próximamente ya no tanto, pero eso es caldo de cultivo para otro comentario—, y aborrecen cualquier búsqueda de información o fuente de entretenimiento que les tome más tiempo que los usuales dos o tres segundos de pantalla de carga.
Algunos podrían esgrimir los mil y un síntomas de la tecnofobia cual espada o maza medievales y lanzarse en una cruzada interminable contra el avance del Internet; mas, ¿son los celulares y computadoras el verdadero origen del problema? Basta con mencionar la existencia del libro electrónico y los dispositivos de lectura digital como plataforma física para consumirlo, o su versión web descargable —disponible en millones de bibliotecas alrededor del mundo, a tono con el tema abordado—; y, sin embargo, continúa siendo mínimo su consumo, no ya en Cuba, sino a nivel global, aunque dicho problema resulta más que alarmante en nuestro país, y no solo por el valor «cercanía».
Reality shows, influencers, reparterismo, memes virales: la banalidad se esparce por la juventud cubana con contenidos basura que no superan los diez, quince, máximo veinte minutos de duración; lo mismo que les tomaría leer un capítulo de Cien años de soledad, pero no lo hacen por cuenta de una vagancia intelectual cada vez más común en las últimas generaciones. ¿Para qué pasarme toda una tarde leyendo un libro de cuentos, si en ese mismo período de tiempo puedo ver diez capítulos del pódcast farandulero que tanto me gusta? ¡Y ni hablar de la poesía, eso sí no hay quien lo entienda!
Al interior de una biblioteca, lamentablemente, los jóvenes de hoy no encontrarán esa evasión inmediata de una realidad en extremo exigente, sino algo cada vez más infravalorado, que no conocerán nunca si no le dan al menos una oportunidad: su contraparte total, inagotable, a corto, mediano y largo, larguísimo plazo.

En un contexto tan complicado, la solución no es gritar a los cuatro vientos que las bibliotecas están vacías y cada día son menos los jóvenes que optan por el humilde y cuasi tolkieniano oficio del bibliotecario, guardián de las runas sagradas, sino acercar sus múltiples virtudes a las comunidades, sobre todo a aquellos espacios frecuentados por la juventud; o, mejor aún: llevar dichos espacios a sus salones, que de tan silenciosos terminaron por ser víctimas de un doble silencio —el de la soledad y el abandono—, en una era donde el grito, si es inteligente, respetuoso, y no se torna en la queja que mencionaba al inicio del párrafo, más que necesario es imprescindible.
Las bibliotecas podrían ser nichos de esparcimiento literario, con actividades temáticas, clubes de lectura y rifas de ejemplares codiciados; los influencers, promotores del arte de leer y escribir —booktubers, como se les conoce internacionalmente—; pero, sin políticas que prioricen calidad sobre inmediatez, seguiremos cambiando a Martí por el Mawell o Mr. Beast, que en común solo tienen la M inicial. Si tu biblioteca local te regalara un puñado de libros en caso de responder las siguientes preguntas correctamente… ¿Acer(p)tarías?
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