Los abuelos nunca se marchan del todo

Los abuelos nunca se marchan del todo

Un abuelo es un señor con olor a sudor y a cigarro negro, y sus cejas pobladas tienen la forma de la Isla de Cuba acostada bocarriba. Te cuenta que su bien más preciado eran unas espuelas de plata que vendió cuando desmantelaron el central para el que cortó caña toda una vida.

Él lo que más disfrutaba era regalar historias recostado en una silla del portal; pero hablaba tan bajo y con un ritmo tan monótono, como un viento soso en un maizal, que adormilaba a sus oyentes. Sin embargo, encajaba las espuelas de plata en los ijares de las palabras, para que se desbocaran. No le importaba mucho si lo escuchaban, solo sabía que no se podía quedar callado.

Una abuela es una señora con olor a leche recién hervida en cacharros de metal con el fondo quemado. La que regañaba a tu madre porque cuando niño estabas flaco como un güin y le advertía que te alimentara mejor, y al final fuiste el más gordo de tu clase durante toda la secundaria. Era la mujer que, cuando dejaba su pueblo en las profundidades de la provincia, se extraviaba en la ciudad si se quedaba sola, y entonces debías salir a buscarla por parques y plazas; pero nunca dejó que un miembro de su familia aunque se perdiera se sintiera abandonado.

Cuando el abuelo se murió —en un punto estaba tan débil que su hablar de por sí cancino y débil se convirtió en un estertor, y creo que no lo mató el cáncer, sino la acumulación de historias sin contar—, ella se abrazó al ataúd y se echó a llorar. Venían juntos desde la primera casa, en un batey intrincado que él construyó con su machete, de paredes de tabla y el suelo de suelo, y donde tuvieron dos hijas; y luego la otra, más cercana al central, con su techo de tejas y su piso de cemento pulido. Tú, un adolescente en el auge de su cinismo, te preguntas si eso es el amor: constituir un hogar en sacrificio conjunto.

Un abuelo es un señor al que le quedan tres hebras blancas en la cabeza, pero no se resigna a su calvicie. En el bolsillo de la camisa guarda un peine pequeño para acotejarse él casi inexistente cabello. Los años pasaron y debió guardar el traje de dril blanco y los zapatos de dos tonos en el escaparate, pero aún no renuncia a sus tiempos de dandy. Te canta un bolero de Ñico Membiela y te habla de mujeres que ya no están y asegura que los carros rusos no pueden pararse ni un día de fiesta al lado de un Chevrolet.

En fin, los abuelos son los padres severos que agarramos cansados y por eso nos aprovechamos de sus mimos. De ellos aprendemos lo devastadora que es la muerte y, tristemente, quizá sea el primer rostro en que deberás observar cómo los ojos de un hombre se vuelven los de un pez, vacíos, sin mar y sin profundidad.

Representan a las matriarcas y los patriarcas de la familia. Los que nos dejaron sus casas, ciertas predisposiciones genéticas y un gusto insano por el arroz con leche con pedazos de canela adentro. Son los tipos machistas que se nos fueron así, pero nunca les enseñaron a ser de otra manera. Son los que aún conservan recuerdos de cuando llegaron a Cuba con solo una maleta desde algún pueblo perdido de España, y ahora sus descendientes, ciudadanía por medio tratan de regresar al lugar que ellos abandonaron.

Son, un domingo cualquiera, mientras haces zapping, dejar, aunque sea dos minutos, Palmas y cañas, como algún tipo de homenaje bobo a su memoria. También los que afirman que quieren a todos sus nietos por igual; aunque sospechas que tu primo siempre fue el preferido. En sus gavetas encontrarás diplomas y diplomas de zafras que, sin importar la mocha que se dio, no nos salvaron del subdesarrollo.

A los abuelos volvemos una y otra vez. Tal vez nunca fueron cercanos, por distancias ideológicas o geográficas o porque, sencillamente, todo el mundo no es bueno todo el tiempo. No obstante, de nuestros orígenes no se puede escapar. Los llevamos en las entrañas. Ellos son nuestras entrañas.

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