Memoria secreta de un abuelo. Foto: Tomada de Internet
Pararse de puntillas y tomar de lo alto de un clóset lo que ahí nos aguarda, si pertenece a un antepasado, es un acto más sagrado que de profanación. Con mayor razón si se trata de libros, y aún más si eran de la persona que antes nos los bajaba para adiestrarnos en la lectura, cuando éramos chiquillos.
La experiencia reciente de mi amigo Víctor, en cambio, le hizo sentirse profano. Muy profano, si bien le divirtió tanto que no pudo resistirse a contármela y prácticamente regalarme, sin esfuerzo de mi parte, esta crónica sobre él y su abuelo, a quien llamaremos Pancho.
Es que Pancho, por más que lo embullase a leer desde siempre, no tenía mucho tacto con las sugerencias. Y de esas sugerencias dejó lleno el techo del escaparate en la casa donde vivía y que ahora ocupa el nieto, ya crecido y más leído. Desocupado hace unos días en el cuarto, a este le dio por estirar el brazo y agarrar una de las empolvadas recomendaciones. De entre sus hojas cayó al suelo una pequeña agenda, y la tarde cobró un halo de misterio.
No es lo mismo que te introduzcan a Robinson Crusoe en segundo grado que a El capital. “Hay una diferencia, abuelo, y una edad para cada cosa. Bastante difícil es lograr que alguien tan pequeño hoy sienta ganas de una novela”, diría Víctor con esa madurez que uno quisiera haber tenido de niño, mientras se agachaba a recoger la libretica.
A un lado, sobre la máquina de coser Singer que la abuela en vano intentó enseñarle a usar, dejó el libro que había servido de puente entre su aburrimiento y la intriga en forma de agenda. Del Manifiesto comunista se trataba, libro de cabecera del Pancho y, como buen libro de cabecera, en absoluto olvidado sobre el clóset tras la mudanza del viejo matrimonio: había varias ediciones desperdigadas en la familia, más que conejos en el sombrero de un mago.
Y mínimo una, por supuesto, convive con Pancho allá en el municipio donde reside junto a su esposa y su hija, la mamá de Víctor.
El joven hojeó su hallazgo una primera vez, sin interés, lo suficiente para notar que estaba escrito a lápiz en casi todas sus páginas; y que la letra, en efecto, era del abuelo. Por dentro y por fuera estaba amarillento, un tanto apolillado. No ponía nada en la cubierta que permitiera identificar la procedencia industrial de la impresión ni la materia anotada en su interior.
Bien. Hora de abrirlo y, con calma, repasar contenido. No hay nada mejor que hacer en casa cuando el apagón te deja sin celular ni laptop disponibles y el archivo familiar te lanza señales, porque quiere que lo descubras.
Primera frase: “Martes 21. René, el vecino nuevo de enfrente, volvió del trabajo a su casa más tarde de lo habitual. Traía una jaba oscura. Marcia, la mujer, lo estaba esperando. Los platos de comida se sintieron hasta tarde”.
—¡Abuelo, no! —pero Víctor siguió leyendo.
“Miércoles 22. Iraida faltó al trabajo. Después de la hora de almuerzo llegó el querido. La casa lleva todo el día cerrada. A eso de las 17:00 el bodeguero se detuvo a hablar con dos hombres dentro de un Lada, en la esquina del parque. Estuvieron como 10 minutos. No pude descifrar los gestos que hacían, pero no es primera vez”.
—¡Pero, Pancho…! ¿Esto en qué año fue?
“Domingo 13. La hija de Urrutia volvió a llegar tardísimo con ropa de salir, a la hora en que los padres duermen y la hacen a ella en su cuarto. El curso andando y la muchachita dándose la buena vida. De nuevo la acompañaba el mismo joven. Y confirmado, es un recluta. Hay que averiguar la unidad, pero tenía tanta prisa que no parecía estar de pase”.
Cambio febril de páginas.
“Lunes 3. Pedro Luis otra vez cambió el turno de custodio con el hermano para quedarse viendo la pelota y para quién sabe qué más. Se está volviendo vago. Y el televisor del trabajo sigue sin arreglarse, aunque allí ya lo han reportado”.
—¡Compadre, yo no sabía esto! ¿Tú no tenías más nada que hacer con tu tiempo o qué?
“Viernes 14. Efraín estuvo parado desde las 19:00 hasta las 20:22 junto al muro de la escuelita, como esperando a alguien. Al final se fue y se acostó a dormir”.
Para el último tercio, ya Víctor tenía ganas de telefonear a la abuela e inquirirle: “Mima, ¿abuelo no trabajaba en la empresa esa de toda la vida?… Sí, pero aparte de eso, ¿sabes si él se dedicaba a algo más? ¿No crió puercos nunca ni nada? ¿Era de la casa al trabajo y del trabajo a la casa? ¿No se encerraba a hablar por teléfono con nadie o algo así?… Mima, no es por nada, solo pregunto”.
Como más de uno habrá intuido, ni Víctor se llama Víctor ni Pancho se llama Pancho. El aún atónito nieto me pidió permanecer en el anonimato y también conferírselo al autor de sus asombros.
Pienso que quizá no le gustaría acabar en la libreta actual de su abuelo, anotado como “Mi nieto tuvo un encuentro con un periodista y, entre otros temas, tocaron el mío. Seguro planean sacarme por Girón”.