Nostalgias de un mochilero: El refugio de José Jacinto Milanés

Cada día cuando el sol asoma, soñoliento aún, y se enjuaga el rostro en la gran bahía, miles de matanceros desandan una ciudad que se hizo verso desde el alma triste de un poeta. En aquellos primeros años de esplendor, que a la distancia de dos siglos asemejan destellos remotos, un bardo taciturno poetizó los contornos de una urbe.

Dicen que de tanto amar se adormecieron sus sentidos, mas nos legó su obra, quizá sin sospechar que su propia existencia atormentada se haría poesía, para partir y regresar una y otra vez, envuelto en la bruma de la leyenda. La misma bruma que se asienta en el Abra del Yumurí en ciertas mañanas calurosas, inmortalizadas en sus poemas.

La inmortalidad de Milanés se vuelve corpórea, y se aproxima como flujo y reflujo de mar. Cada imagen cotidiana de Matanzas lleva implícita su presencia: cuando un hombre se detiene por unos segundos a observar el San Juan, de codos en el puente, convida al alma poética de Pepe y en extraño sortilegio le revive.

Esas mañanas tan matanceras, en que los sencillos pescadores regresan de tentar a la suerte en alta mar, tras la pesca nocturna, seguramente mirarán el paisaje de una ciudad de altas cumbres, y sin saberlo, experimentarán aquel regocijo que embargó al bardo casi un siglo atrás.

Milanés regresa siempre desde la voz del que recita: “¡Tórtola mía! Sin estar presa, hecha a mi cama y hecha a mi mesa”; o desde ese primer amor afiebrado de todo adolescente.

Va en las ansias del eterno aprendiz de periodista que añoraba reencontrar una historia inédita desde una finca remota, y desembocó en un paraje inimaginable de árboles a los que les fue permitido crecer a su antojo. 

Allí descubrirá una ruina –ya descubierta– y mirará al cielo desde un sitio que nombraron San Clemente, y se topará “con los verdes contornos, el cielo puro, las tardes y mañanas tan poéticas de la linda Camarioca”, reviviendo cada verso escrito siglos atrás hasta alcanzar la esencia misma de la poesía, porque allí vivió Milanés.

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Nadie nunca sabrá si el eterno aprendiz de periodista se detuvo en el mismo lugar donde hace muchos años lo hizo “el poeta puro”, como le nombrara Martí; o si el canto de las aves de hoy es el de las mismas que le regalaron al menos un poco de calma a su mente en el pasado.

Pero al menos la muerte, que lo abarca todo, en José Jacinto no fue total. Quedan sus versos, y ese sublime sentimiento hacia su ciudad y la Patria, que desde sus palabras y sensibilidad brindaron los primeros anuncios de un futuro nacimiento, de ese deseo libertario en gestación, sin explotadores, ni explotados.

Muchos años después cobraría forma su idea poética de la independencia. Sin aspirarlo nunca, el juglar yumurino devino en anunciador del porvenir, para deshacer esa imagen que nos legó la posteridad del poeta loco en constante nulidad. José Jacinto Milanés, tanto como la matanceridad, representa la idea misma del patriotismo. 

Por eso, más de un siglo después, siguiendo los destellos de su estela luminosa, un caminante viajó hasta el refugio donde intentaba apaciguar sus dolencias, las del alma y la mente.

En aquel apartado paraje de Camarioca, en la finca San Clemente, suplicó en silencio para que la memoria y esencia de Milanés no se marchen definitivamente, para que permanezcan por siempre entre nosotros.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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