Ficha técnica:
Título original: Bitter Moon
Año: 1992
Nacionalidad: Francia, Reino Unido, Estados Unidos
Dirección: Roman Polanski
Guión: Gérard Brach, Roman Polanski, John Brownjohn
Fotografía: Tonino Delli Colli
Música: Vangelis
Reparto: Emmanuelle Seigner, Peter Coyote, Hugh Grant, Kristin Scott Thomas
En la que quizá sea su mejor película, o al menos la que prefiero entre un puñado de obras maestras con su firma, Polanski se muestra en plena capacidad de ser el más sincero de los románticos y el más ácido de los cínicos. Su control creativo es envidiable, juvenil y maduro a la vez; su equilibrio narrativo, comparable al de esa raza extinta de cineastas que pueden atraparte desde la primera escena y no soltarte hasta la última.
Solo él puede enseñar tantos detalles morbosos, contenidos en esta serie de confidencias en alta mar como en una caja de Pandora abierta a los pocos minutos, sin abandonar su clase, esa elegancia virtuosa que prestigiaría cada uno de sus planos aunque no fuese famoso.
Se adhiere a sus criaturas, lo mismo bajo un diluvio en cubierta que en el interior, aún más tormentoso, de un camarote. Un juego sadomasoquista en la semioscuridad le interesa tanto como un baile sensual a la luz de Nochevieja: donde ponga la cámara, extraerá verdades; quizá por eso sintamos en ocasiones que, tras la inocencia de un plano cualquiera, está su objetivo volteado hacia nosotros y la pantalla se vuelve nuestro espejo más severo. Así es su interés en el ser humano, tan poco pretencioso, tan comprometido, agudo, imparcial y abierto a la reflexión como el del mayor humanista que haya podido tener el cine. Si aquí desnuda a su esposa varias veces, es porque ya él se ha desnudado previamente por dentro, como precio a pagar para tener acceso a la magnitud de lo que cuenta.
Si bien es cierto que estas virtudes ya estaban presentes en el director de El bebé de Rosemary (1968) prácticamente desde los inicios de su carrera, que no ha rayado siempre en la perfección pero sí muy a menudo, continuamente redescubro en Lunas de hiel una lección de sabiduría inagotable en varios sentidos.
Moralmente, junto a Nueve semanas y media (1986, Adrian Lyne) –ambas comparten el tema musical Slave to love, de Bryan Ferry–, constituye uno de los más estimulantes ejemplos de lo que Hitchcock y Truffaut denominaban “degradación por amor”, concepto que parece leerse en los ojos de Mimi (Emmanuelle Seigner) cada vez que es humillada por Oscar (Peter Coyote), y tal vez la razón por la cual, además de su voz, sonrisa, lágrimas y movimientos, es la imagen de su look transformado en pálido reflejo de sí misma el más impactante recuerdo que conservo de la película. Otros retazos imborrables en la memoria, como la revancha femenina climática, poseen una naturaleza más amable, una tensión más grata de rebobinar; pero cómo olvidar ese rostro empolvado y ese peinado de muñeca maltrecha, la expresión de nada en los ojos, ese andar como en eterna disculpa de un ser reducido a mera comparsa: instantes insuperables de una de las más brillantes interpretaciones femeninas que conozco. No es justo, por otra parte, eclipsar la proeza interpretativa, congeniada y congruente, de Coyote, Hugh Grant y Kristin Scott Thomas.
La travesía que traza Polanski es modélicamente ágil; diálogos e imágenes están tan pulidos por separado como en su unión, y los saltos del presente al pasado y viceversa son tan necesarios como la sensación de pasar las páginas de un libro con total escrúpulo, con satisfacción por lo leído e interés ávido por lo que vamos a leer. Prueba de ello lo confiere la concisión con que se describe e intercala en la progresión dramática una relación tortuosa y compleja como la de Nigel (Grant) y Fiona (Scott Thomas).
La relación sentimental entre Mimi (Emmanuelle Seigner) y Oscar (Peter Coyote) es de las más complejas y tortuosas en la historia del cine.
Rara vez se ha logrado en una ambientación contemporánea tal recuperación del aroma clásico, del gusto por congregar a varios personajes en un entorno determinado, incluso reducido o lujoso, y superar el reto de hacerlos terrenales, verosímiles. No obstante, a pesar del apego que siente por la puesta en escena de corte invisible, menos presente en sus trabajos iniciales, el polaco sabe eludir los límites como pocos, y la libertad del conjunto se valida cuando nos imbuye en el primer flashback a través de un recurso insólito: el etéreo vuelo en primer plano de Mimi, o la pureza de una joven mujer que viaja en ómnibus, encuadrada entre el lente y una ventana transparente, con París al fondo. El encanto que desprenden esas primeras aproximaciones al origen de los hechos queda tan bien resuelto, con detalles como la romántica lluvia o las zapatillas mediante las que Oscar reconoce a la chica, que si se troceara y proyectara aparte no daría la sensación de pertenecer a un todo desgarrador; más bien sería uno de los mejores cortometrajes de amor en la historia del audiovisual, incluyendo pasajes de voltaje erótico tan alto como el baño de leche.
Polanski es atento a la par que cruel con sus personajes, desata la insoportable tempestad que no todos ellos están preparados para resistir y solo hace volver la calma cuando cree necesaria la llegada de un nuevo amanecer. Después de Lunas de hiel, ya porque nos sintamos abatidos o reconfortados por ella, nunca volvemos a ser los mismos. Algo acciona este film en el ánimo y en la percepción a cada visionado, como sucede con las grandes obras.
Fiona (Kristin Scott Thomas) y Oscar (Hugh Grant), una pareja en crisis a quienes un viaje cambiará para siempre.
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