Porque todas son la mejor

Siempre es difícil decir algo nuevo de ellas. Incluso desde preescolar uno siente que cada texto que se esmera en redactarle está incompleto, porque “es la mejor del mundo” no alcanza para describir lo que creemos de esa mujer con bolso al hombro y sonrisa reconfortante que a las cuatro y pico llega al aula y nos recoge para llevarnos a casa.

Esa mujer es la misma que, por más que nos enseñe a ser humildes y a no creernos superiores, no puede evitar que nos sintamos gigantes entre el resto de compañeros de grado al verla dar las buenas tardes a la maestra y señalarnos. Es nuestro primer momento de gloria a lo largo de la jornada, se recuerda más nítidamente que todos esos méritos académicos, deportivos o artísticos que desde entonces empiezan a llegar.

Hay una persona en la vida que ocupa un rol más importante que el de mero transeúnte del azar que vivimos, porque su presencia está enraizada como árboles a los costados del camino y su sombra nos protege aunque en ocasiones deseemos quemarnos al sol. No se me ocurre un ejemplo más exacto de esa clase de ser que una madre, ni creo que haya raíces más profundas que las suyas, ni cobija más acogedora que la que parece destinada a brindarnos.

Basta con caer hirvientes de fiebre en la cama, a cualquier edad: ahí se produce esa regresión en el tiempo, donde volvemos a tener pocos años y muchas atenciones, quizá excesivas para un nivel moderado en el termómetro que a ella siempre le parecerá desmedido. Y, mientras más pasan los años y más deberían irritarnos los mimos que casi no cambian de estilo, y los arrullos que no varían los motes, más nos cuesta admitir lo a gusto que se siente.

Maestra en constante categorización, enfermera de guardia, abogada defensora hasta en nimios errores, espejo de paciencia… Una madre tiene múltiples responsabilidades; además del trabajo, ese lugar que a nuestros ojos nos la roba, por más juguetes y chucherías que nos asegure; además de darnos de comer, asearnos, vestirnos y calzarnos hasta edades que a veces da pena recordar, pues no éramos ya tan chiquitos.

Cuando crecemos, cuando volamos del nido, como dice cierta canción, un teléfono no puede tomar el lugar de su sonrisa. Cada visita, cada regreso a su lado, encierra un destello de vida en sus ojos, como si de alguna forma inexplicable tantas atenciones que nos ha brindado no hubieran sido suficientes.

Podrá haber adelgazado bastante desde el dengue que nos hizo correr con ella al hospital, o subir de peso desde que empezó a tomar aquellas pastillas; encanecer o pintarse el pelo, con o sin complejos; sentirse insegura o no con la ropa que puede permitirse o la que elige tras titubear; qué nos importa, si para nosotros seguirá viéndose mil veces más radiante que aquella locutora televisiva con la que la comparábamos a voz en grito.

Después de todo, creo que no hay manera más franca de expresar lo que de ella pensamos que ese impulso infantil de describirla como “la mejor del mundo”.

Porque cada una lo es. De lo contrario no se explica el orgullo que seguimos sintiendo al verla, lo mismo cuando está de pie esperando una guagua que descansando en el sillón, como aquellas tardes de recogida anhelada en preescolar.

(Ilustración: Dayan Barceló)

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