
Antes de morir, aseguran que toda tu vida marcha, como apretazón de anécdotas y pensamientos de luz —no tanto por esclarecedores, sino por raudos— por delante de los ojos de la mente. Es muy parecido a cuando hojeamos un libro con un solo movimiento de dedos y las palabras se difuminan en manchas, pero queda la historia, nuestra historia.
En un segundo cabe el microcosmos que somos. A Ignacio Agramonte, el 11 de mayo en medio de una escaramuza en Jimaguayú, le negaron el microcosmos.
Una bala le perforó la sien izquierda y falleció al instante. No hubo chance para que mientras se cerraban sus ojos físicos —los del espadachín que esquiva todas las estocadas menos las del amor y la última, la que nadie evade por certera, la de la muerte— se abrieran los de la mente.
Nunca sabremos cómo hubiera hojeado su vida. La historia no permite especular con los héroes. Sin embargo, la literatura no carga con los mismos arneses y, si es sobre un hombre como él, con tantas verdades hermosas y tanto porte de personaje romántico que parece ficción, tal vez nos perdonen si la imaginación echamos a galope, como corcel que en la sabana de Camagüey su huella marca en la tierra.
Es probable que Ignacio hubiera buscado una página en específico. Tal vez fuera aquella tarde de sábado en la Universidad de La Habana. En una clase, con la valentía de la juventud desbocada, cualidad que nunca perdió, porque se fue, se nos fue a los 31 años, compartió una denuncia contra el régimen opresor. El catedrático frente al encuentro afirmó que, si hubiera conocido de qué iba, nunca, pero nunca, le hubiera permitido leerla.
Casi 10 años después, mientras cae en aquel potrero —con tanta bala española que silbó por su lado en lo que cabalgaba contra el cuadro español, que hubieran podido tallarse con ellas las cruces de una iglesia principal— puede ser que concibiera ese episodio como una trastada, puede ser que debajo del bigote de pelusa se le hubiera dibujado una sonrisa.
Tal vez se hubiera detenido en las páginas de Amalia, pero no para echar una ojeada fugaz, sino para leerla como lo hacen los ciegos: palparla y aprenderla con el cuerpo. Ahí estaría desde que eran los enamorados que la familia de ella negaba.
Esa mujer hermosa —que años después de Jimaguayú cuando inauguraron en Puerto Príncipe una estatua en honor a su esposo, se desmayó por el parecido de tan hondo que caló la pasión en ella— le contestó a su padre: “No te daré, papá, el disgusto de casarme contra tu voluntad, pero si no es con Ignacio, con ninguno lo haré”.
No extrañaría que su mente se trasladara al Idilio, como nombró al escondite que construyó para su cónyuge y para su primer hijo Ernesto, en medio de la manigua, en los días de asueto donde se curaba de las heridas de la Patria, que le quemaban en carne propia, se refugiaba en el otro amor, el de los susurros para la amante, el de los mimos del bebé.
No obstante, los idilios son idilios porque acaban, y las tropas españolas capturaron a su esposa embarazada y a su primogénito y los exiliaron a Estados Unidos. A lo mejor pensara en lo triste de esa página en blanco que fue Herminia, la hija que nunca conoció, más allá de las cartas, y en lo tanto que duele estar lejos de varias partes de uno mismo.
Quizá reflexionara en que ahí, en el combate de Jimaguayú, cometió un error porque no predijo las tropas españolas que se acercaban camufladas por la yerba alta y eso que Amalia le recordaba todo el tiempo que se cuidara, que la Patria Isla y la Patria pequeña, la que cabe en una mesa de comedor, lo necesitaban más vivo que nunca.
En verdad, nunca sabremos qué hubiera pensado en ese momento al cerrar los ojos, pero estamos seguros de que no murió del todo, y eso que las tropas españolas se esforzaron, cremaron su cadáver en dos carretas de madera mojadas en petróleo y ocultaron sus huesos en una fosa común.
Sin embargo, vive como un Apóstol Inmaculado, como lo llamaban sus tropas, además de El Mayor, porque como dijo el otro Apóstol, el del bigote tupido y el alma sensible: de él nos queda la purificación. Agramonte cabalga por las praderas de la historia y es como si por donde pasara todo resultara más luminoso, más transparente, más hermoso.