Los ensalmos de aquella anciana poderosa

Si me preguntaran hoy, no sabría buscar una explicación racional, pero nunca pondré en duda el poder de aquella anciana que podía curar el malestar de los tantos niños que la mortificábamos con travesuras. Se trataba de la misma que se negaba a entregarnos las pelotas que caían en su jardín, mas, no vacilaba en ayudarnos cuando nuestras madres acudían a ella.

La recuerdo con simpatía, aunque de pequeño le tuve temor. Al verla, uno sabía que tenía muchos años a cuesta. Las venas le sobresalían de las manos huesudas y largas, las mismas con las que alisaba la ropa en una vieja máquina de coser que nunca se detenía tras el impulso de sus piernas, también huesudas y venosas.

Un día mi mamá me dejó en su casa unas horas, y asombrado observé cómo le hablaba con demasiada familiaridad al Jesucristo que pendía de una de las paredes de la sala; lo hacía de tal manera que parecía tratarse de un familiar cercano. 

El martilleo insistente de la aguja de la máquina de coser se mezclaba con las súplicas que dirigía a la imagen, pidiéndole fuerzas para terminar la costura a tiempo. 

La escena que se producía ante mis ojos me resultaba un tanto extraña. No sabía si detenerme en los cambios de velocidad de la aguja o en los movimientos de sus manos, tan ágiles, que impulsaban o detenían la llanta del equipo con unas letras grandes en la parte baja del mueble donde se leía “SINGER”. 

Para mí el encuentro fue muy inquietante. Al regresar a casa concluí que estaba loca, porque hablaba insistentemente con una foto en la pared. “Ella no está loca, solo cree en Dios”, me refutaron.

Quizá por esa experiencia, durante algún tiempo, siempre que me topaba con una imagen religiosa la relacionaba con esa señora de comportamiento inusual. Era casi venerada en mi barrio, pero en mí despertaba el recelo y una incomodidad que no lograba explicar ni me atrevía a compartir con alguien. 

Mi desconfianza y temor cambiaría un buen día cuando, después de varias jornadas con fiebre, mí madre la buscó. Entonces, lleno de perplejidad, la vi penetrar en mi habitación. Allí estaban las manos huesudas acariciando mi rostro. Se sentó en una silla cercana a mi cama.

De pronto me miró con una ternura que logró conmoverme. Enseguida comenzó a rezar como lo había hecho en aquella ocasión mientras cosía, pero no evocaba a Jesús, sino a un tal San Luis Beltrán.

Sus labios llenos de arrugas se movían pronunciando algo ininteligible. Entendí las cuatro primeras palabras que se quedaron grabadas en mi mente: “Poderoso San Luis Beltrán…”. Rezaba y tocaba mi frente, a la vez que realizaba un movimiento continuo, con uno de sus pies apoyado en el suelo, y que se extendía hasta su rodilla, como si estuviera impulsando el pedal de su máquina de coser.

De improviso mi mamá regresó con un vaso con agua y la anciana empezó a bostezar continuamente, y de los ojos le salieron dos lagrimones inmensos. Por un instante pensé que yo estaba muy mal y que la cosa sería de hospital. No sabría explicarlo, pero ante cada bostezo mi organismo sentía alivio, al punto de que ya quería ver los muñes y luego irme a jugar con mis amigos de la cuadra. 

Ella se incorporó y a la salida de mi cuarto creo que le comentó a mi madre: “Como me temía, el niño tenía mal de ojo, pero mejorará”. Sin más, se fue ligera como una pluma, intentando disimular la curvatura de su espalda que ya se hacía pronunciada. En ese momento creo que nacieron mi admiración y respeto hacia ella.

Por más que pregunté, mi madre evitó responderme quién era San Luis Beltrán. Eso sí, para mí guardaba estrecha relación con la imagen de Jesucristo; cada vez que enfermaba escuchaba el nombre del santo. 

Por suerte la ciencia tiene respuesta para casi todo. Revisando la historia desde la fría distancia, tal vez se trataba de una simple sugestión, vaya usted a saber. Pero  nunca pondré en duda que esa señora tenía un poder especial, por mucho apego que tenga a la lógica científica. Al menos, en mi barrio, preferíamos dejar un espacio a lo inexplicable, porque a la larga a todos nos urgía creer en algo más allá del raciocinio. Por eso albergábamos la certeza de que ella podía curar ciertos males del alma con sus ensalmos milagrosos.  

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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