Nostalgias de un mochilero: Sierra Maestra

Nostalgias de un mochilero: Sierra Maestra

El Paso del Cadete, uno de los tramos más peligrosos del ascenso. Fotos: Del autor

Ciertamente el ascenso al Turquino marcó mi vida. Durante mucho tiempo fue tema recurrente en mis conversaciones con los socios del barrio, aunque me acusaran más de una vez de monotemático. Recuerdo que cuando me encontraba en la base de la loma le pregunté a un residente de la zona cuán difícil era el ascenso y me respondió con otra pregunta: “¿Has fundido una placa? –a lo que remató– Es como fundir dos placas”.

Aquellas palabras que alarmarían a cualquiera a mí no me hicieron desistir. Siempre había anhelado recorrer la Sierra Maestra, conocer su gente, cómo vivían y pensaban, y llegar al punto más alto de Cuba.

Por allá por el 2012 había llegado a Santiago de Cuba luego de un extenuante viaje por ferrocarril. Pasamos un día en la Universidad de Oriente y luego partimos rumbo al campismo La Mula. Sería ese nuestro puesto de mando desde donde partiríamos a la afamada cima.

Base de campismo La Mula. Fotos: Del autor

Bordeando la costa norte en guagua que esquivaban los continuos cráteres en la carretera, pude ver a cierta distancia de la costa los restos de uno de los buques de la armada del Almirante Cervera.

En algún momento paramos en el Uvero, donde conocí al jardinero del Sitial histórico. Sin apenas protocolo iniciamos una animada conversación y enseguida me puso al tanto de todo, de lo malo que estaba el transporte en la zona, la poca recreación para los jóvenes, quienes a la primera oportunidad se iban a la ciudad de Santiago. Me aseguró que el ron del Círculo Social estaba bueno, y el pan también. Quizás vio en mí a un pichón de cuadro político que le podía dar solución a sus problemas, o simplemente un socio con quien compartir sus penas.

En el Pico Cuba, junto a los chapeadores de los senderos al Turquino. Fotos: Del autor

En El Uvero, donde el Ejército Rebelde alcanzara la mayoría de edad, palpé la historia con las manos, y esa peculiar cualidad de los cubanos de entablar una buena conversación con un desconocido como si lo conocieramos de toda la vida. Mi amigo jardinero me mostró la elevación desde donde Fidel inutilizara el equipo de comunicaciones de los soldados batistianos.

Después de permanecer en el Uvero aproximadamente una hora, seguimos rumbo al campismo La Mula. Ese lugar, ahora que lo pienso a la distancia del tiempo, me parece genial, aunque en la primera noche, cuando retiraron la electricidad justo a la media noche como era habitual, despertó mi animadversión porque desconocía que la única fuente de energía era una planta eléctrica. Yo en ese momento solo atiné a creer que estaban saboteando mi intento de subir al Turquino, porque me resultaría imposible dormir sin electricidad horas antes de semejante aventura. 

EL ASCENSO

Junto al jardinero del Uvero, quien conocía todos los detalles del combate del Ejército Rebelde. Fotos: Del autor

Amparados por la frescura de la madrugada y bajo el cielo más estrellado que he visto en mi vida, llegamos a la base de la loma. Quienes la escalaron con anterioridad nos advirtieron que los primeros 200 metros son los más difíciles. A mí se me multiplicaron quizás, porque todo el trayecto fue agónico.

Al llegar a Majagua, el punto donde se realiza el primer descanso, nos recibió el café de un matrimonio joven. La mujer era muy hermosa, al igual que su pequeña hija de apenas dos años.

El aromático néctar elaborado en colador estimulaba hasta a un citadino desfalleciente como yo. Café puro de las lomas, sin chícharo ni ninguna otra materia extraña. Los montañeses lo tuestan con cáscara y todo, después la eliminan con la brisa que siempre brota en las lomas.

Luego de disfrutar del café nos incorporamos al ascenso. Ante los primeros síntomas de fatiga apelé a mi experiencia en la Loma del Pan, incipiente elevación si la comparas con la Sierra Maestra. Al dejar atrás los primeros tres kilómetros creo que besé un pequeño cartel que anunciaba esa distancia. Había dejado atrás el equivalente a diez “Pan de Matanzas” y me quedaban aún ocho kilómetros por recorrer, y todo cuesta arriba…

Cuando me hallaba cerca de aquel abismo que llaman el Paso del Cadete, decidí detenerme y sentado en una piedra vacilé si no era mejor regresar. Para mí resultaba casi imposible franquear un estrecho desfiladero de un kilómetro y medio de profundidad, por mi irremediable miedo a las alturas.

Mientras dudaba si seguir o detenerme, escuché a cierta distancia voces y hasta risas de mujeres. Estaban allí, burlándose de la fatiga y las seis horas de ascenso continuo, quizás alguna pensó desistir, ¡pero llegaron! En el instante en que mis piernas desfallecían de cansancio, desembocamos en un bosque de cipreses y helechos gigantes.

Se trataba del Pico Cuba. Allí conocí a dos veteranos encargados de chapear el camino. Pasaban un mes en una pequeña estación meteorológica enclavada en el lugar y percibían un salario de 300 pesos aproximadamente. Creí honestamente que el salario era muy bajo para la gran tarea que realizaban, pero para ellos subir y bajar lomas debía ser como para mí sentarme a leer un libro.

Continué en mi batalla contra los 1974 metros. Me pareció casi un canto escuchar la voz de Aracelys, una colega holguinera, advirtiéndome sobre la proximidad de la cima, cuando ya había decidido tenderme en el suelo. Continué más con el alma que con las piernas. Entonces una densa nube me dejó ver el busto del Apóstol. Me aproximé a él, y me apoyé en su estructura como quien toca un trofeo anhelado.

EL DESCENSO

Junto a Santos Guerra y su hermana Reina. Fotos: Del autor

Al culminar el ascenso me di cuenta, creo que por primera vez durante todo el trayecto, que también había que descender la montaña. A la cima llegué en la avanzada, pero a la otra sima fui de los últimos. Digan lo que digan a mí me cansó más la loma cuesta abajo, además, hablamos de ¡12 horas de esfuerzo físico! Incluso me perdí en más de una ocasión al tomar senderos en los que no encontraba señalización. Entonces me veía obligado a regresar una y otra vez, hasta que finalmente me encontró un guía y me acompañó hasta la base. 

Ya en el pueblecito Las Cuevas, mientras esperamos a los retrasados, decidí ir por cigarros. Pregunté a un hombre en bicicleta y me informó que vendían bordeando el policlínico de dos plantas.

Mientras atravesaba el camino de piedras del poblado observé que las casitas eran de madera y tejas de fibrocemento. Me llamó la atención la uniformidad de los hogares, con tablas colocadas simétricamente. Me resultaban similares a esos repartos obreros creados por la Revolución. Confieso que me satisfizo la humildad y homogeneidad de aquel asentamiento. 

Tras comprar los cigarros le pedí lumbre a un lugareño de fácil conversación.  Así conocí a Santos Guerra Cordero, quien me llevó hasta su casa, porque él sabía “lo que es querer prender un cigarro y no contar con fósforo”.

 Cuando le comenté que hacía pocos minutos había llegado del Pico Turquino, lo hice con cierta marcialidad, como si yo fuera el veterano de algún intenso combate. Recuerdo la sonrisa maliciosa de Santos. Ignoraba yo que estaba frente a un guía del Turquino. Lo fue durante dos décadas: ¡1472 ascensos! En ocasiones subió hasta dos veces en un día según me contó.

Mientras hablábamos le pidió a su hermana Reina que colora café. Le solicité un papelito para anotar su nombre, porque los olvido con facilidad. Pregunté sobre el Paso del Cadete y me aseguró que se habían caído unos cuantos por allí. Antes se llamaba el Paso del Mono. Según me dijo, y a destiempo claro está, el secreto del ascenso consistía en “mantener un paso normal, sin agitación”.

El aroma del café interrumpió la conversación. Comprobé que en occidente tomamos “aguachenche”, como dicen en mi barrio. Los orientales sí saben lo que es degustar aquel néctar de los dioses que puede resucitar hasta a un muerto o insuflar energías a quien sienta en todo sus huesos el cansancio que provocan 1974 metros cuesta arriba.

Algunas noches, cuando intento conciliar el sueño, me da por pensar en mi regreso a la Sierra Maestra. Aquel viaje para mí fue como descubrir otra Cuba, con playas de piedras y un mar que ruge, y a un lado las montañas que por momentos se ocultaban tras las nubes. Pero sobre todo entablar conversación con gente humilde que sin conocerte te habla con una cercanía, que aunque hayan transcurrido más de 10 años, un buen día te da por rememorarlos en una crónica.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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