En la parte sur de la ribera del río San Juan, conocida por El Cayo, bien próxima a la actual Plaza XIV Festival, solía verse sobre las ocho de cada noche, una luz errante, fosfórica, cónica y brillante.
El comentario popular la atribuía a almas en pena que por ahí vagaban, y a un hombre rico que había enterrado allí su tesoro y quien, aún después de muerto, lo protegía.
Ante esta situación y el temor generalizado, un señor, sin dudas bien adelantado para su época, oculto tras las iniciales J. de E. y M., determinó descifrar el misterio. Para ello organizó una partida con varios vecinos de la ciudad, no sin antes recibir las buenas oraciones de una anciana para evitar ser “atacados por el demonio”.
Una noche, sumergidos en el río, observaron la luz, que a medida que ellos se acercaban, se alejaba, y viceversa, con lento movimiento. Al parecer, nacía del área que sirvió de camposanto a los fallecidos por el cólera.
El propio individuo la atribuyó a un fenómeno natural: los fuegos fatuos; relacionados con gases que se desprenden de la materia orgánica en putrefacción y se inflaman al contacto con el aire.
El hecho, informado por La Aurora el 21 de octubre de 1844, para muchos continuó sin explicación. Aun al paso de los años, se mantuvo en el recuerdo de los lugareños la luz errante de El Cayo. (En coautoría con Eduardo Daniel González)
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