Antonio y Ernesto: encuentros no destinados

Antonio y Ernesto: encuentros no destinados

Dígamos que Antonio Maceo no murió en San Pedro. Logró escapar de los españoles a todo galope, mientras las balas silbaban su canción de plomo y estaño. Continuó sus operaciones en Occidente, de guerrillero, de oponente frontal, de hostigador, como si en los cascos de su caballo se hubiera traído desde Oriente los temblores que a la tierra sacuden. 

Cuando intervinieron los americanos, muy orondos, muy señorones, él se opuso. Otra vez regresó al sitio donde en la anterior guerra se opuso al final del conflicto sin que se supiera quién ganaba, qué se ganaba. Sin embargo, como en Baraguá, el ímpetu y la dignidad no siempre alcanzan para girar las tornas de la historia. Cuba siempre necesitará un Baraguá cuando de rodillas quieran poner a su gente. 

Quisiera afirmar que la historiografía recoge que cuando arribó la República, enmendada, como una vieja bandera —ripeada por los agujeros de los proyectiles— a la que le cosieron parches y parches para que luciera nueva, él decidió retirarse de la vida pública. 

Gómez había muerto y él en su pequeña finca recordaría de vez en vez a Martí, que desde la guerra quiso construir el país que sobrevendría, pero él estaba demasiado ocupado en ganar el próximo combate como para pensar en ello. Ahora la lucha no era contra una potencia foránea, sino de hermano que come hermano, de liberales y conservadores. Ojalá así lo hubiera escrito en una misiva a algunos de sus antiguos compañeros de armas.

Por un momento quisiera poder contar, que hubiera llegado a nosotros como una de tantas, la siguiente anécdota. Un día observó cómo a un negro no lo dejaban entrar a un restaurante. A él, por ser quien era, aunque mulato, sí lo atendieron. Maceo agarró su plato y se sentó en el contén de la acera frente al establecimiento a comer junto al que no habían dejado pasar.  

Todo llegó a su cenit con la rebelión de los Independientes de Color, cuando, silenciosamente, como una muerte en el monte espeso, masacraron a tantos. Ahí salió de su retiro. Dijo, cuantas veces pudo, que se había dado demasiado machete para que el negro dejara de ser un instrumento de trabajo, un marginado de las ciudades; para que les pagaran con machete. Sin embargo, aunque habló en varios auditorios, ese tiempo estaba podrido. Aún no creaba sus propios protagonistas.

Ante tanto dolor, o así le aseguró a uno de sus nietos, se marchó de Cuba, como mismo hizo en 1878 después de que acabó la Guerra Grande. Recorrió parte de América Latina y vivió aquí y allá, hasta que decidió establecerse en Argentina. El frío de esa punta del mundo hacía que dolieran sus cicatrices. No obstante, tal vez a otros, eso le molestaría; pero a él le recordaba todos los pesares que arrastraba. Prefería eso a los secretos malestares que llevaba dentro, la impotencia. 

Me hubiera dolido y a la vez entusiasmado relatar que a sus 83 años, mientras realizaba un viaje de placer por Rosario, invitación de unas amistades por su cumpleaños, el 14 de junio, comenzó a sentir una opresión en el pecho. Rápidamente lo condujeron al hospital más cercano. Cuando esperaban a que lo atendieran a pocos segundos de un desmayo, contempló a una enfermera que cargaba una criatura en brazos. Tal vez su último pensamiento fue que en su Isla, como aquí, de a poco nacían aquellos que cambiarían la historia.

Maceo y Che. Foto tomada de Radio Rebelde
Maceo y Che. Foto tomada de Radio Rebelde

Así en el autoexilio hubiera muerto uno de los mayores héroes de Cuba, el que ascendió de los grados más bajos hasta lugarteniente del Ejército Libertador, el hijo de Mariana, Antonio Maceo Grajales. Lo último que sus ojos aprisionaron fue un Ernesto Guevara recién nacido, cuya respiración irregular denunciaba el asma que lo perseguiría toda su vida, incluso, cuando trepara por las montañas al frente de la guerrilla. 

Sin embargo, todo lo anterior no es más que una gran especulación, un rejuego con los acontecimientos, un cotejo demasiado conveniente a los libros de historia. De todas maneras, en una forma mucho más misteriosa, sin que los vinculara un encuentro casual, —aunque uno murió 30 años antes que el otro naciera— a Maceo y el Che los unió un pedazo alargado de Isla y un fin común.

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