
En su lecho de muerte, atrapado dentro de la tercera y última de sus cárceles: su conciencia, don Juan Gualberto Gómez Ferrer bien pudo haber hecho un recuento final de su vida; de todos esos momentos en los que dio hasta lo imposible por La Causa, pero él, negro libre que nunca terminó de pagar el precio moral de su libertad al ver a sus semejantes sin ella —y no solo por una cuestión racial—, siempre sintió que pudo hacer más.
Recordó inevitablemente la primera de sus cárceles —que, de hecho, fue también la segunda—. El invierno en Ceuta no es tan crudo como en otras latitudes, pero aquel jovencísimo Juan Gualberto, de tan solo 25 años, sintió en las noches de presidio el frío de todo un país, de un sistema colonial, de una raza —la única que hay—: el hombre.
Eso lo aprendió de Martí. Como mismo aprendió de él a soportar el yugo; a decir: “si Pepe pudo, ¿por qué yo no?: hay estrellas que lo ameritan”. Recordó entonces a José Julián; aquel joven de cabellos hirsutos y bigote ralo que, como él, acababa de regresar al mayor de sus dolores: un dolor de cuatro letras, cañaverales quemados y sabor a vino amargo —aunque vino al fin—.
Recordó el exilio, las conspiraciones. El olor a tinta de las imprentas y su perfeccionismo a la hora de sacar las tiradas: no puede haber ni una coma fuera de lugar cuando se habla de la Patria. Por su mente transitaron, en una vorágine de papeles dispersos, las planas de La Fraternidad, El Abolicionista, El Progreso, La Igualdad. Se vio a sí mismo escribiendo: “blancos, negros y mulatos, todos son iguales para nosotros”. Vio su rostro ojeroso, reflejado en el espejo donde cada noche se observaba y reprendía por no haber hecho más, mucho más.

Juan Gualberto dormía poco, y la noche que precedió a aquel 24 de febrero no lo hizo en lo absoluto. Tenía un extraño presentimiento; ese reuma del corazón que atraviesa costillar y carne para colocarse frente a ti, señalarte con el dedo y acusarte de incapaz, de hombre que no estuvo a la altura de su tiempo. Juan Gualberto se sintió traicionado, incluso antes de que se cumpliera su presentimiento; le pareció estarse viendo a sí mismo, días después, caminando hacia el pueblo donde nació, solo, sin más acompañante que su propia vergüenza.
Recordó entonces su segunda cárcel. El regreso a Ceuta, 15 años después. Nuevamente el yugo, y una estrella cada vez más distante. Allí supo de la muerte de Pepe, y volvió a sentirse mínimo ante las grandes causas; incapaz de impedir lo inevitable, de entregar su vida a cambio de la de otros que, tal cual pensaba erróneamente de sí mismo, pudieron hacer mucho más si tan solo les hubiera sido otorgado un año, un mes, un día más de vida.
En los segundos finales, Juan Gualberto recordó el regreso, y volvió a sentirse observado por el cuerpo inerte de Calixto García, quien, con la frente besada por el fuego en una vida anterior, moría de frío en las entrañas del monstruo. Recordó los dedos largos de Máximo Gómez, y su voz de anciano bueno, soñando en voz alta la República que años atrás soñó también un amigo en común.
Juan Gualberto delira, y ya no es capaz de distinguir la procedencia de sus recuerdos. Detrás de sus frontales se atropellan las enmiendas, los senadores corruptos, el sueño largamente acariciado y ahora desvirtuado por los mismos que una vez fueron sus compañeros de lucha, sus amigos. Se ve ejerciendo el periodismo nuevamente, esta vez bajo seudónimo, en un país que, de tan “libre”, lo encerró en su tercera y última cárcel: la conciencia de un hombre digno. Don Juan Gualberto Gómez Ferrer cierra los ojos, y abraza a Martí.