
Crónica de Domingo: Ama al ómnibus salvaje. Foto: Raúl Navarro
Tengo 70 pesos en el bolsillo, 10 minutos de retraso para llegar a la universidad, y un poema de Luis Rogelio Nogueras me da vueltas en la cabeza como un bolero en un disco de acetato.
Me encontraba en la parada del Viaducto una hora y pico antes. Mi turno comenzaba a las 11:30, pero, como en ocasiones anteriores al confiarme no había podido arribar en tiempo, decidí salir de casa más temprano. Quería al dios serpiente de las carreteras de mi parte.
Era un martes nublado, con ese gris plomizo en el cielo que te hace creer que el tiempo avanza en cámara lenta, como si te movieras en el fondo de un río sucio.
Las personas, en vez de refugiarse del sol en la caseta con techo de zinc, formaban una cadeneta al borde de la acera, los unos separados de los otros por dos o más metros. Parecían pioneros en espera del paso de alguna caravana. Se posicionan así por la leve esperanza de que, si por ahí transita un conocido, lo reconozca y lo pueda adelantar. Dentro de un molote perdemos la individualidad y hasta la humanidad, somos carne y desesperación y ya.
Desde esa parada se embarcan hacia tres destinos principales: Peñas Altas, al otro lado de Matanzas; la Universidad, a las afueras; y a Varadero, ese pedazo de Cuba a 45 minutos de viaje que no parece Cuba.
Cuando llegué al Viaducto, había un camión que tiraba pasaje para Varadero. Después de que llenara los asientos con los que se dirigían hacia allá, permitiría a algunos por un poco menos de dinero montar de pie hasta en algún tramo intermedio. A mí, que iba hasta la Universidad, me cobraban 50 pesos. Me quedaban 70; sin embargo, era mi último efectivo y hasta el próximo día del cobro no podía sostenerme con un pobre billete de 20 en su soledad azul.
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Además, intervenía una cuestión de orgullo. Mi salario como profesor contratado ascendía a unos 1 200 pesos. Si cada vez que debía moverme hacia allá a dar clases pagaba 50, entonces, al final, trabajaría solo para poder costearme el transporte. Por lo menos, deseaba en par de meses ahorrar un poco de las ganancias de ese pluriempleo para comprarme unos audífonos.
También había un amarillo —su uniforme ahora es azul, pero aún le llamamos así— que detenía uno que otro carro estatal. No obstante, la cola para embarcarse con ese método resultaba demasiado extensa. A la vez, casi todos los choferes hacían señas desde su cabina aeroespacial de que iban llenos, aunque notabas que no; o que solo llegaban hasta un par de cuadras de ahí. Tomé, entonces, mi lugar en la cadeneta. Siempre he sido un pionero disciplinado.
Esperé. Esperé. Un señor que vendía chicharrones de viento me ofreció uno y le dije que no quería. Esperé. Esperé. Un mulato desgarbado me preguntó si hacía mucho que no pasaba nada; solo recorrí con la mirada el centenar de personas repartidas en el lugar y comprendió lo tonta que fue su interrogante; al igual que el resto de nosotros, como un perro en un chaparrón, él también buscó su sitio en el borde de la acera.
Esperé. Esperé. El amarillo paró una camioneta que iba hacia Peñas Altas; dos mujeres se sentaron en la cabina con el chofer y tres hombres se encaramaron en la parte de atrás, sentados en el piso al lado de unas latas de pintura. Esperé y esperé. Un vendedor de pizzas con una caja negra de plástico me aseguró que estaban calientes, igual respondí que no me interesaban. Esperé. Esperé. Se detuvo una máquina de alquiler y hubo una pequeña revuelta cuando dos sujetos agarraron al mismo tiempo la manilla niquelada del Chevrolet, y se gritaban el uno al otro que él la había sujetado primero y por eso se merecía el único asiento disponible.
Esperé. Esperé. Faltaban 20 minutos para que comenzara mi turno; el de hoy no quería dejarlo de dar, hablaría de que el periodismo no se trataba solo de informar, sino de contar las cotidianidades y penurias del cubano, justo como lo que me sucedía en ese momento. Esperé. Esperé. Pensé en rendirme y ya, p’al carajo todo; pero observé en la carretera un señor en bicicleta al que le faltaba una pierna y, aún así, pedaleaba y pedaleaba, en un precario equilibrio. Supongo que la escena me hizo recordar que eso de rendirse es para los pusilánimes.
Después de una hora y más, aguarda que te aguarda, asomó el pico de un ómnibus en la distancia. La cadeneta se agitó. Ahí podía estar la salvación de aquellos sin presupuesto para camiones y máquinas, los pobres de esta tierra con los que Martí su suerte echara. El ómnibus, una Transmetro con cruces de scotch tape en la ventanas, siguió de largo. Mientras se alejaba, alardeó de esa hermosa libertad de quien alza vuelo solo.
Tengo 70 pesos en el bolsillo, 10 minutos de retraso para llegar a la Universidad y un poema de Luis Rogelio Nogueras me da vuelta en la cabeza como un bolero en un disco de acetato: «Ama al cisne salvaje».
La Transmetro se pierde en la línea del horizonte. Para no implosionar, para no sentarme en el quicio de la acera a echarme a llorar, como un niño con rabieta, me repito mi propia versión del texto:
"No intentes posar tus manos sobre su inocente cuello.
No intentes susurrarle tu amor o tus penas
(tu voz lo asustaría como un trueno en mitad de la noche).
Confórmate con su salvaje lejanía,
con su ajena belleza.
Ámalo libre.
Ama el modo en que ignora que tú existes.
Ama al ómnibus salvaje.
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