Las canteras del Kilómetro

Las canteras del Kilómetro. Fotos: Raúl Navarro
Las canteras del Kilómetro. Fotos: Raúl Navarro

Cuentan los ermitaños de las Rocosas que las montañas tienen su propia mística. Que una vez en su seno eres suyo, una partícula humana en la mole terrestre. Simple parte del paisaje. O te adaptas o pereces.

Los que habitan las canteras del Kilómetro 101 son como los montañeses de cualquier tierra, igual de acostumbrados a la soledad, a lo agreste del escenario, a la lucha por sobrevivir. Porque en la ciudad se vive. En el extrarradio se sobrevive.

La cantera te absorbe. Es sorda, imponente y brutal. Te roba años de vida y músculos en desgarro trabajarla, convertirla en tu beneficio en vez de tu enemiga. Hacer de ella tu casa, no tu calvario.

Hay que subir mucha loma para llegar hasta allí arriba. Quien se alza sobre ellas se alza sobre Matanzas. La ciudad entera yace a los pies de la naturaleza en piedra viva. Los barcos de la bahía parecen de juguete, sueltos en un estanque.

Pero una vista hermosa no basta para compensar el ascenso de todos. No es lo mismo subir con una cámara a fotografiarlo que vivirlo, acostumbrar el ojo al esfuerzo pendiente que todavía te aguarda en el barranco. Al polvo, y no al verdor.

No es lo mismo comprar un canto que perfilarlo y arrancárselo de cuajo a la mina. Esos cuadriláteros que hacen las paredes son la respuesta al empeño demacrado, a la fuerza que un hombre ignora de dónde la saca.

Que se lo digan a esa mujer robusta, de piel tostada y cabello indio, cuya vivienda resiste, de espaldas a la piedra, los embates del aire, la cercanía del trueno y el fatalismo geográfico de ser invisible pero poder verlo todo. Tiene un hermano que horada la roca, y una roca que horada a su hermano.

Con las manos, con el sudor, con la esperanza, un pesado canto se extrae antes del próximo, y así, sucesivamente. Construyendo una casa, destrozando las yemas, entretanto. Al límite de lo imposible. Al límite del luchador que perfora con el aliento entrecortado.

Beber unas cervecitas frías en la cumbre, descansar de la rueda que no para, contemplar el atardecer en familia con una banda sonora… Viejo deseo que rara vez se cumple. Rara vez. Siempre hay pata que dar y extenuación que sufrir, loma que bajar y loma que subir.

Más duros que las canteras son sus habitantes. Los que no temen al dolor. Ni a la pobreza. Ni al tiempo, ese que perpetúa la roca y sustrae la vida.

De las canteras del Kilómetro 101 se pueden sacar trabajadores para levantar nuevas Pirámides. Un pueblo minero sin fiebre del oro. Solo aquejado por un mañana mejor, mientras transcurre el hoy.

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