Nostalgias de un mochilero: Loma de Pelo Malo

Loma de Pelo Malo

Desde varios puntos de la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas (UCLV) la observaba con cierta fascinación. Para quien tiene alma de mochilero, una montaña siempre representará ese reto a conquistar, y aquella loma en la lejanía despertaba en mí esa incertidumbre que siempre propicia lo desconocido. “¿Cómo se llegará hasta allí? ¿Será difícil el ascenso?”,  me inquiría yo cada vez que la admiraba en la distancia. 

Por eso aquella mañana que mi amigo Valdivia me despertó de la litera para convidarme a una nueva aventura, quedó sorprendido ante mi entusiasta reacción nada más culminar la frase que anunciaba el destino: “Nos vamos para la loma de Pelo Malo”, y justo al terminar la oración ya estaba yo presto para partir hacia aquel lugar.

Era un sábado en la mañana, o un domingo, no recuerdo bien. Los fines de semana la UCLV asumía un aletargamiento y laxitud que yo disfrutaba como pocos. Ya desde el viernes, cuando los estudiantes partían hacia sus casas, y permanecía en el centro un reducido grupo de becados, la calma y el sosiego en derredor causaban en mí un efecto adormecedor que embotaba mis sentidos y me sumía en una especie de amodorramiento que llegaba a disfrutar. 

Quizá por ello aquel convite que rompería drásticamente con la distensión del fin de semana, y la posibilidad de aproximarme hasta aquel punto distante en el horizonte, contribuyó a esa actitud casi festiva.

Loma de Pelo Malo
Fotos: Galería de Lezumbalaberenjena

Cuando la mañana avanzaba, ya nos encontramos Valdivia, Rosel, Enrique, Miguel Ángel y yo, con dirección hacia aquella elevación que se ubicaba a una decena de kilómetros de la Universidad, aunque más de una década después Google Map se empeñe en rectificarme mediante un cálculo frío que solo queda a 8,1 km de distancia.

Lo cierto es que aquel trayecto lo realizamos a pie y con marcado entusiasmo. Tomamos senderos desconocidos por nosotros, y con asombro caíamos en la cuenta de esa otra vida campestre que bullía a escasos minutos de la Universidad. Los humildes caseríos, las áreas sembradas, las arboledas y los continuos campesinos que nos encontrábamos a nuestro paso nos provocaba gran satisfacción al entender que estábamos inmersos en una intensa aventura, sin más logísticas ni preparativos que incorporarnos de nuestras literas y echar a andar.

Solo nos incomodaba un tanto la cara de desconfianza o extrañeza de las personas cuando pedíamos un poco de orientación para llegar hasta la Loma de Pelo Malo. Nos observaban de arriba a abajo como si fuéramos bichos raros que aparecen de la nada sin un rumbo cierto. Porque a quién se le ocurre atravesar el monte para llegar hasta una elevación sin relevancia alguna.

Además, según conocimos aquel día, y también me lo recalca Google Map casi dos décadas después, la montaña quedaba justo a escasa distancia de la Carretera Central. Es decir, que pudimos realizar el trayecto en guagua, pero solo un mochilero ávido de experiencias sabrá la sensación que produce atravesar un paraje por primera vez para arribar a un punto deseado, sea una loma intrascendente o un poblado que no aparece en los atlas de geografía.

Continuamos nuestro avance y, en algún momento del día, la montaña —que seguramente debe su majestuosidad a mi remembranza— se plantó frente a nosotros. 

Pelo Malo no tiene la fama de la Loma del Capiro, tal vez por su lejanía, (la segunda queda en la misma ciudad y es una especie de mirador), y porque no llega a ser una elevación considerable.  

Recuerdo que al pie de la loma, en unas edificaciones, encontramos a un hombre que habitaba aquella zona despoblada. Nos explicó que en el pasado allí existió una mina de extracción y un mal día un bulldozer se despeñó por uno de los barrancos, costándole la vida al operario. En un instante imperceptible el lugar se ensombreció con una especie de aureola trágica. Allí estábamos nosotros tratando de divisar, en una especie de foso ubicado en una de las laderas, los restos del equipo que según aseguraba el hombre aún permanecían allí.

Comencé a asociar el nombre de la loma con su destino trágico y sentí esa rara sensación que produce el saber de la ocurrencia de una muerte trágica. Siempre he sentido algo similar cuando me encuentro esos pequeños obeliscos y tarjas al pie de una vía, donde señalan que justamente allí dejó de existir alguien producto de algún accidente. Una persona que ese día iba al reencuentro de los suyos, o a realizar alguna gestión, y su trayecto quedó trunco de manera abrupta.

En Pelo Malo no hallé ninguna tarja, pero aquel señor aseguraba que el bulldozer aún permanecía allí, como un raro monumento a la muerte de un hombre.

Fotos: Galería de Lezumbalaberenjena

No sé si mis acompañantes cayeron en mis mismas elucubraciones, pero cuando logré localizarlos ya comenzaban a ascender la montaña. El reto consistía en llegar a la cima y divisar nuestra universidad. Empecé a trepar sobre unos gigantes pedruscos azules, ante la ausencia de caminos que nos condujeran a la cúspide. Pude distinguir sobre las rocas excretas de jutía, pero llegado un punto el ascenso se hacía más peligroso y el barranco en la falda de la loma me parecía mucho más pronunciado.

No sé si traté de ubicar el bulldozer desde aquella altura, pero sí recuerdo que en algún momento decidió regresarme. Justo en la base pude distinguir a mis amigos, muy diminutos, vociferando su gran victoria, yo en cambio permanecía en silencio, pensando en la futilidad de la existencia humana y con la facilidad que podemos despeñarnos a veces sin remedio. Creo que en ese instante sonreí contagiado por la alegría de mis amigos.

Desde entonces, siempre que miraba la loma de Pelo Malo sentía como que había alcanzado un nivel más de sabiduría, como que ese recorrido me había mostrado la esencia misma de la vida. Y allí aún ha de permanecer el bulldozer, o quizá no…


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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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