Intentamos reconstruirnos, volver a colocar los pedazos en su lugar, no perdernos en los recovecos de la angustia. Foto: Julio César García
365 días transcurren y un niño puede dejar de ser niño y entrar al duro mundo de los hombres, o un matrimonio de 30 años romperse como una copa de cristal, o por fin cumplir esa promesa de reencuentro que se hicieron mutuamente cuando ella o él acomodaba el equipaje en el maletero del taxi que le llevaría al aeropuerto, o logras reparar el techo de la casa porque la lluvia no es bienvenida en la sala y en el comedor, o se comienzan a construir nuevos tanques para depositar combustible en la esquina de una ciudad después de que el fuego se ensañó —como solo lo sabe hacer el fuego— con los anteriores.
365 días y el mundo se puede ir al garete o, al contrario, no cambiar nada. Hay quienes los concebirán como si se jugara al pon: saltas de un año a otro y no sabes cómo llegaste a donde estás ahora, sencillamente la vida siguió su rumbo, como describió Dulce María Loynaz a los ríos, fugitiva y eterna, y tú te dejaste fluir. La rutina te avasalló: la lucha constante por el pan, el aceite y la sal nuestros de cada día; la procesión de la caza y captura del ómnibus para ir al trabajo y luego para regresar al hogar; fregar los platos, alimentar al perro, tender el lecho, pasarles un paño a los zapatos.
365 días, no obstante, sin importar si la fortuna te ha virado la cara de un bofetón o te ha puesto la mano en el hombro, no bastan para cerrar todas las heridas; sin importar cuánto llueva, no alcanzan para arrastrar todo el dolor ciudad abajo. Llevamos dentro, y llevaremos mientras la desmemoria no nos borre de la faz de la tierra y sin que valgan los platos fregados y los rotos, los paños tibios o los zapatos gastados, los lechos nupciales o el de los héroes, todo el horror y la tristeza de una semana de mañanas grises y noches naranjas.
365 días más a cuestas, como puñetazos del tiempo, y ni uno solo de ellos hemos podido librarnos (por lo menos aquellas personas que comprendan que el dolor no es espuma que se deshace entre los dedos, sino marejada que se va, pero regresa) del accidente en el Supertanquero. Quizás en una jornada en que andemos en piloto automático, aplastados por la rutina, sean más leves los pensamientos al respecto; pero ahora que se aproxima el primer aniversario, mucho de lo que creíamos que habíamos dejado atrás —recuerden que en un año un niño puede dejar de ser niño y entrar al duro mundo de los hombres o un matrimonio de 30 años romperse como una copa de cristal— vuelve, como vuelve, todo lo que nos marcó.
365 días y todavía nos duelen aquellos que dejaron una conversación pendiente —de tú a tú, entre él y tú—, un chiste por hacer de esos que se les cuenta solo a las personas que quieres o son la horma de tu zapato, un beso de despedida colgado en el aire y una historia por contar, su historia, que el fuego egoísta y pendenciero no dejó que terminaran.
365 días y aún nos erizamos cuando las sirenas estridentes nos llegan tanto como reminiscencia del agosto pasado o como si suenan al doblar de tu casa, por la gran avenida que ya lleva una mano de asfalto nueva. Nos asustamos cuando un rayo parte el horizonte como si un papel fuera, o cuando por encima del techo de las casas una columna de humo se asoma, aunque sea el vecino que quema las hojas marchitas de su jardín.
365 días han transcurrido, y cuando un ángel pasa entre dos matanceros no se habla del calor insoportable ni del precio de dólar ni de los 15 de la niña; sino de cómo se vivió el incidente de la Zona Industrial, de que, cuando la llamarada se elevaba al ceder algún tanque, se pensaba que todo se iría al carajo y quisieron abandonar la ciudad, convertirla en un pueblo fantasma, y llevarse con ellos sus gatos y la pecera, porque el miedo asume muchas formas.
365 días y ya en la Zona Industrial comienzan a elevarse nuevos tanques que reemplazarán a los anteriores, con los que entendimos que el metal también puede doblegarse, quebrarse y rasgarse, al contrario de la voluntad de los valientes. De a poco intentamos reconstruirnos, volver a colocar los pedazos en su lugar, no perdernos en los recovecos de la angustia, aunque resulta complejo, muy complejo.
365 días después y quizás lo único que quede por escribir sea Fuerza, Matanzas, Fuerza. Tus hijos no olvidaremos, pero le abriremos paso la vida.