Lugar: finca Demajagua, en Manzanillo, Cuba. Fecha: 10 de octubre de 1868. Protagonistas: todos los cubanos; no solo los que se encontraban allí, al pie de la Historia, diversos en sus ropas y en la piel pero unidos en destino.
Es tan sencillo resumir la importancia de este día en el clásico escolar «Cuando Céspedes le dio la libertad a sus esclavos» que podría parecer algo sencillo de ocurrir, sin mayores contras que pros para el osado que hizo posible lo insólito.
Hay hechos que nos trascienden, ante cuya magnitud nos empequeñecemos, y por cuyos artífices sentimos que no hemos hecho nada siquiera comparable. Lo acometido por esos que un día marcaron la diferencia es algo que inspira, que nos desafía a sentirnos a la altura y, a la vez, nos acompleja porque nos estamos midiendo con verdaderos gigantes.

¿Cuál fue, por cierto, el artífice del llamado Grito de Yara? Carlos Manuel de Céspedes, sin duda podemos afirmar. Pero tampoco es difícil rastrear en la hazaña del culto terrateniente el legado de Félix Varela, el anhelo perdido del primer cimarrón, el sueño común de cada reprimido digno sobre el suelo de esa isla. Es un acontecimiento de muchos, para muchos, que, como otros grandes acontecimientos, lo llevan a cabo unos pocos.
Lo allí ocurrido no obedece a una causa menor: debe su impresión a fuego en el tiempo a años enteros de soberanía murmurante, deseada, planeada y aplastada una y otra vez. Se debe al ardid del masón, a la conjura del esclavizado, al atrevimiento de la metrópoli, al oprimido que ruge y al opresor que lo hiere. La conspiración no siempre acaba en delaciones ni arrestos: también puede ver la luz.
Recuerdo con una claridad reveladora el episodio final de la aventura Hermanos, cuando para sellar la trama el personaje de don Lorenzo anunciaba qué fecha era y, con hálito patriótico, sentenciaba: «Hoy es sábado, 10 de octubre de 1868». Fue ahí, a mis ocho años acaso, cuando comprendí en una frase casual pero precisa que ese dato no se me olvidaría jamás.
Un día como este se pega al alma de cualquier amante de la palabra aventura, de los libros heroicos y quijotescos, de las cosas que parecen increíbles si no se dan en la mente imaginativa de un escritor de ficción. Hasta acabar comprendiendo que alguna que otra Mompracem existe más allá de las páginas, que invasores y cipayos hay a montones por enfrentar, que líderes a seguir hay tan pocos como los hay valientes.

Un día como este no puede menos que dejarnos para la Patria un Padre y un Templo, muerto ya el uno, derruido el otro, y aún vivos y poderosos los dos, como si gritos de libertad entre hermanos de lucha inminente siguiesen atravesando las ruinas del viejo ingenio. Presencias imborrables, machete en mano, que insuflan valor y fe al que los sepa realmente vivos.
Un día como este no es cualquier día: hace falta mucho coraje, determinación y amor bajo sus cálidas horas para, desde el alba hasta el crepúsculo, suceder y nunca morir, jamás extinguirse. Porque, como nos trascienden, hay fechas que no terminan mientras haya alguien, cientos, miles, para recordarlas.
