Los machos llorones

Los machos llorones. Foto: Raúl Navarro
Los machos llorones. Foto: Raúl Navarro

Él levanta la cerveza y se da un buche hondo. «Asere, yo no recuerdo que alguna vez el viejo me abrazara». Dice, y se avergüenza mientras lo dice. Con un golpe coloca de nuevo la jarra en la mesa y por un segundo contempla cómo, por el impacto, la espuma en la superficie toma diferentes formas como nubes de hidróxido. «Yo sé que me quiere, no es eso; pero nunca me abrazó. ¿Tú entiendes eso?».

Con el dedo comienza a darle vueltas al interior de la jarra de cristal. Provoca una música lúgubre, como los órganos desafinados de una catedral. Con esa sonido de fondo, aunque la melodía no coincidiera en lo más mínimo, recordé la canción «Un hombre» de un trovador cienfueguero, Ariel Barreiros, «Y un hombre vale el largo del cordel / que ataron desde Dios hasta su pobre espalda. / Y un hombre son los círculos más grandes que le salgan. / Y un hombre es ir cogiéndole la vuelta al corazón / no sea que se baje o que se caiga.»

Un hombre, sigo yo, es cuando de niño te enseñan a sacudírtela al terminar de orinar para que salten las goticas que quedaron pendientes, o cuando te advierten de no pasarte contrapelo la cuchilla, o la ternura intrínseca del aroma de la crema de afeitar.

Un macho es el que no usa colores llamativos, el que «toca con los tarros» antes de que lo «toquen» a él,  el que no se hace tratamientos faciales, el que dice que tiene frío solo cuando escupe hielo, el que anda medio muerto por dentro.

Un hombre es al que ya no le ponen el banquito de madera encima del sillón de barbero para poder pelarlo; cuando no te lo ponen más, te percatas de que todo se jodió, de que ya creciste, hermano. Eres lo suficiente adulto para darle tu cuello a alguien sin ayuda.

Un macho es que te manden a pelar en la Vocacional, porque debes llevar el cabello como un soldado. Tienen miedo de, si te crece el cabello como a Sansón, descubrir tu verdadera virilidad. Es que te hagan bullying porque, en la escala de machos, tú eres un macho a secas y los otros machos alfa.

Un hombre es el disco o casete o pedazo de revista pornográfica que te prestó un muchacho mayor que tú. Es tener que disumular una erección en público al hacerte un amarre con el cinto. Es ese nervio que te entró antes de dar el primer beso, donde te temblaban tanto las manos que debiste sentarte sobre ellas para que se detuviera el tembleque.

Un macho es el tipo seguro que le da nalgadas a las muchachas lindas que pasan por su lado, los que le silvan a una mujer como si le pusieran banda sonora a la estela de su paso. Es el tigre y las rayas, el que siempre está en guerra, el tuerto que nunca será rey.

Él continúa con los ojos fijos en las nubes de espuma. Su dedo aún le saca chillidos al vidrio. Sin embargo, entre más demoramos en silencio, más aumenta la frecuencia con que la yema recorre la circunsferencia de la jarra. Ahora no es una música lúgubre, sino frenética. Recuerda el sonido de todo lo que queremos pero no lo logramos acallar en nuestra cabeza.

Un hombre es ese último abrazo, ese beso en la oreja, en la mejilla, ese tamborileo en la espalda, cuando tu mejor amigo se va a abrise paso en la vida y te quedas aquí, con tus videojuegos y tu gato enterrado en el patio y una esperanza tonta de que esto va a mejorar.

Un macho es nunca demostrarle amor a otro macho porque eso hincha. Es cruzar la calle cuando una chica trans viene en tu encuentro. Es poder contar con los dedos de las manos las veces en que has dicho «te quiero» y vanagloriarte de eso. Es darle un apretón de manos a tu hijo que te pide un abrazo, porque los machos no quieren, los machos se dan a respetar.

Un macho es el que se muerde los labios hasta arrancarse de un tirón toda la sensibilidad en pos de no llorar, cuando se te muere el gato o un país o un amor se te echa a perder.

«Tratemos de no ser como ellos. Nosotros seremos un nuevo tipo de macho, los machos llorones», digo para romper en añicos el silencio. Él para de sacarle música a la jarra de cerveza y levanta los ojos. «¿Qué?».

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