
Hay que ser feliz, aunque sea por joder. Foto: Raúl Navarro
Me levanto otra vez en medio de un apagón. Me desperté cuando sentí que me derretía y poco a poco me escurría dentro de la guata del colchón. Sin embargo, el calor no me apartará de mi lugar zen. No dejaré que la UNE me deprima desde tan temprano.
Tengo que ser feliz, porque aún me queda el café de la mañana. A esa hora, no sé por qué, el aire es más nítido. Entonces, las notas del aroma cuando la cafetera cuela se sienten más limpias, más exquisitas. Me sirvo la taza, pero, a la hora de endulzarla, me acuerdo de que ando corto de azúcar. Le echó media cucharada y espero que eso sea suficiente.
De todo lo que puede faltar en este país, turistas, cuadros que echen suertes con los pobres de la tierra, presupuesto para invertir en nuestra industria, realmente escasea la azúcar. Dije que no me iba a molestar y cumpliré mi promesa. Mi día no se amargará.
Hoy debo adelantar unos textos, pero como mi laptop solo funciona si está conectada a la electricidad, tengo que aguardar a que llegue. En lo que regresa, saldré a buscar azúcar y huevos y algo de proteína. Estos últimos días han estado nublados.
Ese clima siempre me alegra. Aminora el sol que te mira por encima del hombro y te sume en un estado melancólico que calma, como esas personas que combaten la tristeza al escuchar música triste. Además, adentrarme en la ciudad me salva de todo, incluso, de mí mismo.
Cuando camino unas cuadras, un señor me sale al paso y me pide alguito, «10 pesos, lo que sea». Busco la cartera, pero no me queda nada de efectivo, ¿tendrá transférmovil?, le pregunto. Sé que ese chiste de mal gusto proviene de mi propia impotencia. Me arrepiento de haberlo dicho, porque el anciano me miró como si fuera escoria humana. Me prometí que la próxima vez que me le encontrara le daría 50, 100 pesos, quizás un abrazo. Pero no, no puedo dejarme caer. Los pensamientos positivos atraen la buena suerte, o eso me decía ella antes del portazo.
Me repito que debo ser feliz, porque esa muchacha hermosa, cuando caminó por mi lado dejó detrás de sí una estela de perfume y yo me quedé así, desarmado, hasta que desapareció el rastro. Con ese ánimo, relajado y resbaloso, llego a una mipyme de garaje. Pido un paquete de azúcar en 700 pesos y dos libras de picadillo en 260. Calculo que ese monto representa, más o menos, el 20 % de mi salario, pero nada, que uno no puede dejarse arrastrar por la negatividad.
Aceptan transferencia. Me advierten que sin corriente la cobertura es pésima. Aquí estoy, después de autentificarme siete veces, y de poner el teléfono en modo avión, y de pensar en unicornios que comen nubes que son de algodón de azúcar, sin que me llegue el mensaje de comprobación. Al décimo intento, me rindo.
Sigo hacia la casa de unas amistades para cargar el teléfono. En la noche olvidé conectarlo y ando con menos del 30 % de batería. Ella vive en uno de los circuitos priorizados. En lo que conecto el móvil, ella comienza a contarme que hace 15 días que allí no entra agua. Una amiga suya le hacía el favor de traerle pomos y pomos de dos litros y así, ahorrando al máximo, pueden ella y su hermana encamada subsistir.
Pienso, mientras habla, que yo la envidiaba mucho mucho, porque le cortaban el fluido eléctrico con bastante menor frecuencia que a mí. Supongo que el karma tercermundista nos alcanza a todos, lo que de diferentes formas. De todos modos, le digo que hay que ser feliz, que no podemos dejarnos amilanar. Ella me mira por un momento con intensidad, «¡Ay, Guillermito!», me dice, me da la espalda y se aleja casa adentro.
Con la batería en 100, me dirijo hasta el Parque de la Libertad, la plaza central de Matanzas, y me conecto a la wifii para adelantar algo de trabajo. Hay que ahorrar todos los datos posibles con las nuevas tarifas de Etecsa. No quiero hablar de ese tema. Solo les diré que hay que ser felices, señores, felices. ¿No notan esta expresión de añejo deleite en mi rostro?
Logro terminar una parte de los pendientes de trabajo, pero me pica el hambre y vuelvo a la casa. Nada más entrar, enciendo la luz de la sala, por si ya había regresado la corriente, pero nada. Sin luz no podía preparar arroz para el almuerzo. En el gas ni pensarlo, porque la balita anda en sus últimos suspiros. Me prepararé un pan, concluyo.
Cuando palpo la jaba donde los guardo, me percato de que está vacía. Hace bastante ya que no viene a la bodega. Ahí sí que no pude aguantar la risa. Les juro que me reí como nunca. Mis vecinos deben pensar que me volví completamente loco, pero señores, como dijo Sabina, hay que ser feliz, por lo menos, para joder un poco.
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