Escenas de una Isla. Ilustración: Dyan Barceló
El Benny se arregla el sombrero de alas de palomas. Da un paso hacia sus músicos. El mulato sonríe hermoso. Hace un ademán con su bastón y la Orquesta Gigante abre con Bonito y sabroso. Acaba de comenzar el jolgorio. Perucho Figueredo en primera fila marca el ritmo con el zapato. La bailarina española con su provocativo vestido de satín rojo, como si llevara la pasión ajustada a ella, en la pista alza la frente como en un reto. Muchos se le acercan porque creen que lleva el alma trémula y sola, pero ella revienta corazones como globos con el repique de sus tacones.
Céspedes le dedica una canción de amor a una bayamesa, que detrás de su ventanal se cubre el rubor del rostro con un abanico con un dibujo de las ciudades selvas de Lam. Sindo Garay, que lo acompaña con la guitarra en la serenata, le guiña un ojo, “sigue, sigue, que vas bien”.
Cuando suenan los primeros acordes del Buey Cansao, Carpentier se levanta de su mesa y da un pasillo. Dice él, con su acento francés, que la única gloria y felicidad se encuentra en el reino de este mundo, porque solo aquí puede bailar con los Van Van. A Alejo le cuesta agarrar el tumbao. “Mírame” le comenta Mella. Agarra a Tina por la cadera y se lanza al centro del salón.
José Martí se pegó con el doble nueve y Polo Montañéz —con esa soberbia del guajiro que cree que nadie sabe más de dominó que él— se quita el sombrero, se rasca las greñas y le pregunta: “¿Cómo lo hizo maestro?”. En otro extremo de la mesa, Lezama Lima se adelanta y con el suspiro de los buenos perdedores responde antes: “Siempre será el misterio que nos acompañe”. Carlos Enríquez no opina. Su cabeza no está en el juego, porque los ojos se le fueron detrás de la mulata engañadora que acaba de pasar, toda zalamera.
Diego llega al Coppelia y pide chocolate y la dependiente le dice que solo queda naranja piña. “¡Qué necesitados de maravillas estamos en este país!”, responde él, pero al final pide una ensalada. Cuando va a tomar la primera cucharada, alguien le toca el hombro y le pregunta si puede acompañarlo. Lucía toma asiento. Está radiante con esa azucena en el tallo de la oreja. Hoy le ha dicho a Adolfo Llauradó que en cautiverio la felicidad muere. Hoy ha comenzado ella una nueva vida.
Alicia Alonso besa en la frente a Pilar, cansada después de una tarde en la playa, y en puntillas de pies para no despertar a la niña, quizá sueña con bandadas de cisnes salvajes, y sale de la habitación. A dos casas de distancia Teresita Fernández le canta una nana al Ismaelillo. Le promete un gato blanco, unas violetas que crecen dentro de una botella y que para él nunca habrá soledad.
Suenan Los Muñequitos de Matanzas. Salvador Golomón gira, abre las manos como si invitara a todos a su pecho, echa hacia adelante los hombros con un gesto de arrogancia. Arroja al suelo el pañuelo rojo en su mano que hasta ese momento parecía una llama que se zarandeaba al aire. Se lanza en plancha al suelo detrás de él, agarra la punta con los dientes y se incorpora. Ahora lleva en la boca el fuego.
Rita Montaner canta “¡Maní, maní!”, y se le acercan unos turistas y le ponen dinero en las medias de nailon. Creyeron que gritaba ¡Money! ¡Money! Ella agarró los billetes y se los devolvió. “¡Guarde usted esos documentos!”, les suelta. Las reinas de la noche no necesitan eso.
José Jacinto Milanés y Julián del Casal en un viejo bar brindan con par de cervezas por la nieve, por las tórtolas, por los amores perdidos. En un pequeño escenario en el fondo canta Elena Burque un bolero de César Portillo de la Luz.
Elpidio Valdés, mientras se arregla el bigote frente al espejo del baño, le grita a María Silvia, que se preparaba para dormir, que el Bobo de Abela no es tan bobo como parece. El otro día lo sorprendió en el malecón mientras le bajaba muela a Lola, la mujer del Pepito el trompetista.
Esperan por Virgilio para comer, como siempre aparece cuando le da su santísima gana, pero cuando más lo necesitamos. En lo que Silvio arregla la mesa, cuenta que hace poco entendió que hay veces que a los unicornios hay que dejarlos ir. Pablo en una esquina le explica por teléfono a Yolanda que hoy llegará un poco tarde, porque Piñera hizo de las suyas otra vez.
Dulce María Loynaz aguarda en el salón del aeropuerto a que José María Heredia aparezca por una de las puertas automáticas de un momento a otro. Enseguida lo reconoce entre el grupo de los recién llegados con sus maletas a rastras, con sus exilios a rastras, con sus recuerdos a rastras. Lleva el cabello ralo desordenado, las patillas como de quien no durmió en semanas porque un regreso lo acechaba. Parece que se echará a llorar.