Universidad de Matanzas – Mediados de 2016
—Se me quedó, —respondió Manuel cuando la profe pasó por su puesto pidiéndole el carnet de identidad, a escasos minutos de aplicar la última prueba de ingreso.
Todavía con el recuerdo del sabor a café en la boca y pesadez en los párpados por el madrugón, aunque evitando poner cara de zonzo, aquel muchacho de Versalles se convirtió en centro alarmante de atención por primera vez en sus años de preuniversitario. Hasta esa mañana había sido uno más, simplemente, de esos que sueltan un chucho de vez en cuando y solo trabajan hasta un 30 % en las tareas evaluativas.
Nada en él delataba a un excéntrico o problemático; incluso, solía llevar el uniforme bastante bien, a medias entre las normativas reglamentarias y las otras, las que exigen “entubar” un poco el pantalón para ser miembro oficial de los grupitos más “entallaos”. En clase respondía las preguntas del profesorado con igual neutralidad, para no quedar mal ni con la autoridad frente a la pizarra ni con sus socios alérgicos a las adulaciones. No se le fuera a escapar una “infladera” que le invalidara a ojos de los demás.
Su suerte era que acertaba en casi todo, y había conseguido un envidiable lugar en el preescalafón, con esa política suya del esfuerzo justo: ni más ni menos que lo necesario había que quemarse las pestañas; eso sí, nadie podía llamarlo mal estudiante.
Entre los que sacaban tiempo para el fútbol, el gimnasio, las jevitas (cada cual de diferente escuela, no se fueran a encontrar, aunque ya se quedaba sin lugares), Manuel era de los más constantes en la línea de flotación. Pertenecía a esa división que ves pasar de la primaria a la secundaria, de la secundaria al pre, y así sucesivamente, sin quedar por el camino. A nadie le hubiera extrañado verlo en un año y pico, tras el servicio, fumándose un cigarrito en un banco el primer día de universidad.
Por eso sacudió tanto el ambiente de aquella aula, organizada por fechas de nacimiento de cada aspirante, cuando la nota discordante fue él. ¡Mira que quedársele el carnet después de haberse presentado a Matemática y Español! Sus compañeros de estudio también nacidos en junio del 98, primera quincena, se quedaron atónitos ante la inminente caída de un integrante de sus filas.
La gran mayoría hubiese dado cinco puntos de su nota final, porque aquello le ocurriese a un “inteligentón” insoportable, no a un chamaco bueno “que nunca ha estado en ná”. Y no solo por él, también por su madre, la sociable enfermera que muchos habían conocido desde un reconocimiento especial que tuvo en un matutino por el Día de la Enfermería. Sabían que esa mujer, madre soltera, sostenía con su salario la totalidad de los repasos a los que Manuel había asistido. Tal era su compromiso con luchar por una carrera universitaria para su hijo.
—Se me quedó, profe —reiteró Manuel, guardando el portaminas y la goma y poniéndose de pie antes de que alguien se lo indicara—. Se me quedó el carnet en la mesita de noche.
En una casa de Versalles – Un año después
Julia corrió al refrigerador de la cocina en busca del pozuelo con pudín. Sin perder tiempo lo destapó y encajó una cucharita en el dulce. Cuando volvió a la sala, Manuel no había tenido tiempo ni de quitarse las botas, solo de soltar la mochila junto a la puerta y arrellanarse en el sofá.
—Qué tarde llegaste, mijo, yo sabía que te iba a coger la noche. Cómete el pozuelito entero.
Manuel no contestó. Se quitó la gorra, dejando a la vista el bajo número de pelado que cubría su cabeza, y con ambas manos se enfrascó en la merienda de recibimiento. Odiaba darle a Julia la impresión de que pasaba mucha hambre, pero ese día en particular tenía la de un lobo.
Con la telenovela a volumen mínimo, madre e hijo se pusieron al día: noticias del padre ausente, las guardias en el hospital de ella, las guardias en la unidad de él… y las pruebas de ingreso, de vuelta en su ciclo anual. Otra vez. La herida seguía fresca.
—¡Mami, no me repitas más lo mismo, quítate eso de la cabeza! —repitió entre sorbo y sorbo del extracto de refresco que Julia le había servido—. Si no cogí carrera entonces, no la cogí, imagínate. ¿Qué le vamos a hacer? Me obstiné ya de todo eso. En cuanto tenga chance me pongo a botear el motor de Romualdo y gano dinerito, que eso es lo importante. De aquí a allá veré si cojo algún curso por encuentros o qué hago. ¡Total, me falta otro año de verde!
Julia suspiró y, a los pocos segundos de incómodo silencio, cambió de tema. Eligió varios, los suficientes para disimular su fastidio. Mejor callarse y no alterar más al muchacho, que desde lo de aquella prueba andaba muy susceptible. Ilusa al fin, hasta había expresado en voz alta que ojalá hubiese habido más plazas universitarias que aspirantes a ellas.
—Coño, vieja, no sufras más por una cosa que no pasó ni va a pasar —fue la reacción de Manuel.
*Esta crónica se basa en la vivencia que recuerdo de un antiguo compañero de estudios. Ahora que las opciones de acceso a la educación superior se han flexibilizado, quizás un carnet de identidad olvidado no interfiera tanto en un destino. Hoy los equivalentes de “Manuel” tienen otras posibilidades. Él ya no vive en Cuba.
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