Esa tarde me senté en el césped. Una nube negra subía alto, tan alto que llegaba hasta nosotros que vivíamos lejos. Adentro, en nuestra casita grande, curábamos heridas, calmábamos desesperos y acompañábamos. La espera nos quitaba el sueño. Algunos rezaban, otros maldecían. Todos teníamos nuestra alma allí, en ese espacio donde podía ser la fe o la esperanza.
Cada uno de nosotros fue marcado, para siempre, con sensaciones intensas, parecidas al miedo o la agonía, la lucha. En la memoria están los olores a piel quemada, el sudor y las lágrimas. Matanzas en llamas, Matanzas en luto perenne.
Esa tarde me tumbé en el césped y lloré. Me alejé de todo y de todos, y al fin pude liberar mi carga. ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué a nosotros, otra vez? No puede estar sucediendo. ¿Cómo haré para decirle a esa madre que no creo que vaya a aparecer? No está aquí y yo lo sé. No soy valiente, no para decirle lo que sé y siento. Lloré más.
Tuve que entrar, pero afuera seguía ardiendo mi ciudad y sus hijos. Adentro todos hacían el extra, incluso los que estaban de vacaciones llegaron y no se fueron. Venían llegando como soldados a la guerra, nuestra guerra y nuestra Patria que eran nuestros pacientes.
Una ola de amor hacia nosotros. Un poco de odio también de nuestro pobre vecino, el que no entiende una sola palabra, por el simple hecho de ser y de estar, de defender lo nuestro. Insomnio, búsqueda, curas, solidaridad, compasión, sensibilidad, el buchito de café, la comida a deshoras, el abrazo, la pena, el grito, el desmayo, la belleza de la defensa de la vida…
Aunque nos prohíban olvidar nunca será posible. Todo cambió para siempre después de ese día. Somos vulnerables, pero también fuertes. La desgracia y el amor al ser humano también nos unió. No podemos olvidar, porque “las nubes, no se irán…no se irán…solo se quedan adentro y llorando”. Y ya.
(Por Dra.Taymi Martínez Naranjo/Directora del Hospital Provincial Clínico Quirúrgico Docente Faustino Pérez)