Nostalgias de un mochilero: Camagüey

Salí un lunes al mediodía. Me acompañaban una agenda, tres plumas, una grabadora y una cámara que viajó de Canadá para “congelar” en el tiempo las imágenes capturadas. Me frotaba las manos ante mi nuevo viaje a Camagüey. Las ganas de reencontrarme con mis amigos eran inmensas.

Llegué a la Ciudad de los Tinajones tarde en la noche, sin más ganas que hospedarme de una vez y darme una bendita ducha. Bajo el agua caliente rememoré cada instante transcurrido durante el viaje desde Matanzas, que luego plasmaría en mi agenda.

Vinieron a mi mente aquellas señoras que nunca se pusieron de acuerdo por las estrecheces de espacio de una, y el derecho soberano e inalienable de la otra, a reclinar el asiento de la Yutong: “Mijita es que esto lo construyeron los chinos y ellos son diminutos, pero yo estoy gorda y me estás oprimiendo mi abultado estómago”, para recibir por respuesta “No puedo hacer nada por ti, chica, yo pagué mi pasaje y tengo derecho a ir cómoda”. En esa alharaca pasaron la mayor parte del tiempo, impidiendo mi lectura.

Por suerte también presencié la humanidad de los cubanos cuando un viejito tosía sin descanso, hasta que una joven le preguntó si era alérgico ofreciéndole no sé qué medicamento. En todas esas cosas pensaba al irme a la cama, con unos deseos muy grandes de que amaneciera de una vez para recorrer la hermosa ciudad de Camagüey.

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Con la luz de la mañana partí a “zapatear”. Primero llegué al periódico Adelante para reportar la llegada. Allí me recibió Valdivia, mi hermano de la Universidad.

Si desde mucho antes los habitantes de esa villa destacaban por su orgullo camagüeyano, en la actualidad este debe rozar el cielo. Pueden presumir de un bulevar como Dios, o el buen gusto manda; una calle dedicada al cine, con innumerables establecimientos gastronómicos con motivos cinematográficos.

Descubrí hasta un parquecito japonés, que se suma a las emblemáticas estatuas de bronce de la Plaza el Carmen, y las calles laberínticas que siempre te conducen a una fachada colonial muy bien conservada.

Me imagino que los estudiosos de la arquitectura y los historiadores del arte se dan un festín cuando recorren la añeja Puerto Príncipe.

En esa oportunidad creamos una especie de cine debate con la primera avanzada de la guerrilla. Después solo nos quedaba descansar, porque dentro de muy pocas horas, sobre las tres de la madrugada, partiríamos hacia Guantánamo, donde nos esperaban grandes vivencias.

Entreví en ese instante que no haría uso de la agenda ni de la grabadora.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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