Historias de Etecsa y etcétera: cuando la memoria te hace falso contacto

Cuando niño me jactaba de saberme el número telefónico de la casa de mis amigos. “¿Cuál es el de fulanito?”, me preguntaban y ahí iba yo a recitarlos como mismo me sabía las cartas más poderosas del mazo de Yu Gi Oh y las canciones del Clan 537. 

Habrán comprendido que eso fue hace mucho tiempo, antes incluso de que hubiera que colocar el 45 delante del fijo. Estaba orgulloso de saberme esa retahíla de números. En mi mente infantil se me antojaba como una clave secreta: el código de acceso a la Baticueva, la combinación para descifrar el enigma, Leo tal y más cual, Javier tal y más cual, Arturo tal y más, y así. 

No obstante, el tiempo pasa y uno se achanta, o arriba la tecnología para achantarlo a uno. Desde mi primer celular nunca más he memorizado uno nuevo. El primer móvil que cayó en mis manos fue un Nokia 1100, de esos con el juego del gusanito que no puede morderse y que si se te caían al piso existía la posibilidad de fracturar la realidad. Recuerdo, como si fuera ahora, las letras negras y pixeladas en la pantalla verde, y uno con los ojos entornados y extraviados para poder leer el nombre del contacto. 

Sin embargo, en esta fuerte amnesia tecnológica mía existieron excepciones. Por ejemplo, la de un amigo que me timbraba todo el tiempo con *99 y, como de esta manera en la pantalla solo te aparecen las cifras y no el nombre, a fuerza de “tú estás loco, si me queda un quíquiri de saldo” y de colgarle para cuidar los últimos centavos que aguantaba para una emergencia, me lo aprendí. 

Para aquellos que creen en la numerología, en que todo en la vida se puede traducir en cifras, incluso el destino, caprichoso como el fumador con catarro que enciende un cigarro o como niño que no sabe comer helado en barquillo y se embarra todos los dedos, Etecsa nos regaló una cábala que nos recuerda que en la vida, con su lleva y trae, hay veces que es por mí y otras por ti: el *99. Mas, de ello hablaremos en una próxima Crónica de Domingo.

Durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia, en mi casa hubo un solo número telefónico —desde antes del 45 o el Clan 537—, pero hace unos tres años lo cambiaron. Demoré cerca de ocho meses en fijarlo en mi mente, pero lo logré. Incluso en la actualidad, cuando se me descarga el móvil y tengo que llamar allá para informar que voy tarde o porque estar lejos del hogar le alborota las bandadas de gorriones a uno, me sorprendo preguntándome si es un 63 o un 73. Al final dejo que la memoria muscular, la inercia de los dedos en las teclas, decida por mí y casi nunca se equivoca. 

Creo, pese a esto, que existe una belleza intrínseca en la manera en que cada uno conserva la información del contacto de otra persona. Si posee un nombre popular, como Carlos o Claudia, el primero de ellos que registres, será solo Carlos o Claudia, a secas. Los Carlos y las Claudias que vengan detrás contarán con el apellido o con elemento que los identifique: Carlos veterinario, Claudia Lorenzo, Carlos Rodríguez, Claudia Periodista.

Casi todas las parejas tienen sus propias claves secretas, desde las clásicas, como mi amor, amorcito, etc., hasta códigos que solo comprenden ellos dos. No hablaré aquí de los “Carlos Mécanicos”, que en verdad se llaman Marías y son floristas; o de la Claudia Industria Pesada, cuyo nombre real es Raúl y es camarero; y otras tretas de amantes.

Quizá uno de los momentos más devastadores es cuando limpias tu lista de contactos. Entonces te percatas de esos contactos a los que no marcarás más, porque dejaron el +53 detrás en búsqueda de otras numeraciones, o sencillamente desaparecieron de tu vida, como cuando se cae una llamada en el punto álgido.

Con esta fuerte amnesia tecnológica, aún protejo mi código de acceso a la Baticueva, la clave del enigma, y los recito para amainarme, y los recito para curarme: Leo, tal y más cual; Javier, tal y más cual; Arturo, tal y más; y así. 

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