Durante mucho tiempo El Nicho fue para mí esa cruz en un mapa de Cuba, donde iba marcando los lugares que me faltaban por conocer en mis aventuras de mochilero. Del lugar poco sabía, más allá de las montañas y el torrente de agua que caía de las innumerables cascadas, según me habían contado.
Cuando surgió la posibilidad de concretar el viaje, preparé mi mochila, donde apenas cabían las tantas expectativas que tenía. La idea había entusiasmado a un pequeño piquete de amigos, en su mayoría periodistas, que nos habíamos dado cita en Santa Clara. Desde allí partiríamos rumbo a Cienfuegos.
El recorrido inició en una guagua Girón, sin aire acondicionado; y ya en Cumanayagua abordamos un gran camión KP3 que ascendió por aquella carretera casi vertical sin esfuerzo alguno.
Sabíamos de antemano que allí no existían hoteles ni alojamiento estatal; pero gracias a la gestión de “alguien” nos prestaron unas casas de campaña de grandes dimensiones. Era tal el espacio en su interior, que me dio por pensar que si las repartieran por la libreta de abastecimiento se acabarían los barrios “llega y pon” en Cuba.
Como toda tropa que se respete, nada más establecernos creamos las vías de comunicación, puntualizamos todo lo concerniente a la “chaucha”, léase comida, y pusimos en buen recaudo las galletas salvadoras y una que otra latica de carne.
Cerca de nuestro campamento había un pueblecito con una escuela, un policlínico, un secadero de café y una bodega bien surtida, donde no faltaba el jabón ni la pasta dental, porque, según me comentaron, esos lugares de difícil acceso se priorizaban con artículos de primera necesidad.
En casi todos los hogares creí ver un DVD transmitiendo rancheras, la predilección de los pobladores según constatamos.
Gestionamos comida en un minirrestaurante que de “mini” tenía poco. Poseía excelente mobiliario, ventiladores, y el arroz amarillo con ¡suficiente carne!
Al frente de ese establecimiento se ubicaba una especie de cafetería, donde vendían un ron bautizado, con el aliciente de que el agua del lugar brotaba pura y clara de las montañas.
Durante los tres días que permanecimos allí conocimos a la viejita Gina, con una camaradería tal que nos brindó su casa por si un día regresábamos. Ella colaba un excelente café, del que aún recuerdo su sabor inigualable. Lo extraía de las numerosas plantas que abundaban en la zona casi de manera silvestre. Hasta hace muy poco fue el principal sustento de esa región montañosa del Escambray.
Según me contó un guajiro de allí, que había tildado de huraño y resultó ser excelente conversador y gente espléndida, el plan cafetalero era víctima de muchas malas decisiones, y de los bajos precios que desestimularon a los productores.
El señor vivía a la entrada del parque turístico donde acampamos, llevaba una buena vida como la de cualquier hombre que se procura con sus manos y honradamente los bienes que necesita.
Cultivaba fríjol y tomate, siembras idóneas para las altas temperaturas. Pero su fuerte, según me contó, era la cría de mulos, animales prodigiosos, que a pesar de sus pequeños cascos desandan las lomas livianamente, aunque lleven sobre su lomo una pesada carga. Con decenas de sacos encima podían vadear los resbaladizos rápidos del río, sin tropezar.
Aquel campesino poseía dos yeguas y un burro, y de la unión de estos obtenía el híbrido que vendía al Estado por 4 000 pesos (precio de la época).
De aquellos días no he podido olvidar tampoco a una perrita que en plena noche me sacó un susto de los mil demonios, aunque a los pocos segundos ya se había encariñado conmigo.
El paisaje en El Nicho era hermoso. Recuerdo mi emoción cuando desemboqué frente a aquel salto de agua de casi 19 metros: me coloqué las manos en la cabeza, como quien está en presencia de algo venerable.
El sonido penetrante del agua, la tupida vegetación saturada de curujeyes, las mariposas, son de los tantos recuerdos que permanecen en mí, convidándome al regreso. (Fotos: Tomadas de Internet)