Suman ya 13 años de su partida física, pero su melódica presencia sigue acompañando el andar de un pueblo en el que sembró su corazón.
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El Che y sus hombres en nuestra trinchera de ideas
Su historia tiene de las privaciones de una cuna humilde, de la constancia del joven negro: peón de obras públicas en construcción y reparación de calles; taquillero, mozo de limpieza, limpiabotas, albañil…, quien aprendió que la lucha es el camino de los pobres para conquistar sus derechos escamoteados; y de la sencillez de quien llegó a la cumbre sin olvidar sus orígenes.
En su huella, profunda y versátil, se juntan la convicción del combatiente del Moncada cuya catadura descolló ante el tribunal: «declaro bajo juramento que sí participé en el asalto … si tuviera que volver a hacerlo, lo haría (…); el empuje del recluso 3833 del Presidio Modelo que llenó con estudio e imaginación aquellos días vacíos; la vehemencia del expedicionario ascendido en la travesía: «desembarqué del Granma como capitán, debió ser por mi sentido de la vanguardia», y el arrojo del mítico guerrillero de la Sierra, fundador del III Frente Mario Muñoz.
Su legado compartirá siempre el paradigma del jefe militar y dirigente político justo y leal; la ternura del padre que supo ser el héroe de sus hijos y la sensibilidad del hombre que en días de guerrilla se llenaba los bolsillos de papelitos con sus composiciones e ideas y de la manera más natural explicaría a un diplomático extranjero: «Aunque hice la guerra, compongo canciones de amor».
Ese era Juan Almeida Bosque, Comandante del cariño y la simpatía, carisma indiscutible que una mañana de septiembre de 2009 sembró su ejemplo en La Esperanza, en las serranías a las que regaló la libertad, y desde allí ilumina a Cuba toda con sus lecciones de vida.
«Sufrí mucha discriminación en mi país, y eso duele», contaría a la documentalista Estela Bravo; quizá por eso, con su habitual jovialidad, se rebelaba contra esa filosofía cubana de poner todo lo malo en negro y veneraba a Fidel como «el hombre más grande de este siglo; que no miraba de colores, y le dio la dignidad al negro, las mujeres, los niños…».
Tras el fatídico combate de Alegría de Pío, con el grito de «¡Aquí no se rinde nadie…!» marcó la capacidad de resistencia y el sentido del deber de los cubanos; y su andar consagrado y exigente, unido a la preocupación constante por el pueblo; sus reuniones cortas y operativas, en las que los problemas encontraban soluciones en colectivo, nos legaron un estilo de dirección con el que muchas veces está en deuda nuestro tiempo.
El compositor prolijo de más de 300 canciones de casi todos los géneros, el escritor de una docena de textos que cuentan de nuestras epopeyas, el dirigente que en medio de sus responsabilidades sabía estirar su tiempo para depositar una flor ante el compañero caído, ejercitar sus músculos o intentar descifrar los caminos del cocoyé santiaguero, continuará siendo acicate para empujar nuestros sueños.
«Siempre tenía un consejo que dar», acostumbra a evocar su hijo Juan Guillermo; ni grados ni cargos transformaron al hombre sencillo que fundó un «Senado» en el santiaguero parque Céspedes para escuchar las preocupaciones y opiniones del pueblo, y a pesar de ser uno de los íconos de la Revolución Cubana un día pidió a un limpiabotas en Las Tunas que subiera al puesto de cliente para mostrar sus habilidades en el oficio que alguna vez ejerció.
Más allá de la lealtad y el coraje, Juan Almeida Bosque hizo culto a la sencillez, a la humildad y al compromiso con la causa que defendió. Por eso Cuba entera guarda la poesía de sus pasos, la melodía de sus empeños y respira el cariño que sembró con el fusil al brazo o desde la gestión justa y humana que tocó su corazón.
Fue, es, uno de esos héroes con música en el alma y palabras para conservar los combates, los esfuerzos (…), que al decir de Roberto Fernández Retamar, hacen, harán, por siempre dichosa a la Revolución Cubana. De paso, puede que nos pida que le demos «un traguito» y hasta exija que dejemos a esa «mujer que baile sola». (Tomado de Juventud Rebelde)