Dos días antes del reestreno de Polvo, Gilberto Subiaurt amanece en el Teatro Icarón para realizar un ensayo general que, de salir conforme con sus expectativas, será su última puesta en escena hasta la presentación oficial.
Sus décadas de experiencia le demuestran que no conviene repasar tanto un texto en las horas previas al estreno, mucho menos las escenas de mayor carga emocional, pues se corre el riesgo de desgastarse y luego presentar al público la caricatura de un sentimiento, una reproducción muy poco convincente.
“Siempre me dejo llevar, que la trama me conduzca a lo que ya tengo fijado en la mente, no hay por qué anticiparse a ello”, me explica.
En la penumbra silenciosa y compacta en que transcurren las mañanas en el teatro, el ajetreo de Gilberto sobre el escenario se expande escandalosamente de un extremo a otro. Se centra en el calentamiento físico, para continuar con los ejercicios de control del cuerpo y la energía, mañas que aprendió de su primer y gran maestro, Pedro Jesús Vera, durante su etapa inicial en Teatro D´ Sur.
“En él identifiqué enseguida grandes virtudes para la actuación. Sus movimientos lucían siempre limpios, era muy perfeccionista y, en especial, dueño de una voz potente y versátil, envidiable para cualquier artista”, me dijo días antes Pedro Vera.
Es un hombre alto (1,85 m), de expresión dócil, sosegada. Como su personaje representa a un anciano, hoy viste con una elegancia pasada de moda, camisa blanca, ligeramente raída y pantalón de tiro ancho que recubre sus zapatos de cuero.
Antes de comenzar el ensayo advierte a los luminotécnicos que se mantengan atentos para conformar el guión de luces. Como se trata de una puesta de gran austeridad, donde por toda escenografía utiliza una escalera, la iluminación adquiere un protagonismo vital, “tanto como el propio Gilberto”, me dice Rolando Estévez Jordán, director de Ediciones El Fortín y diseñador escénico de la obra.
De regreso a la cabina intercambia saludos con Miriam Muñoz Benítez, directora de la agrupación, y el joven actor Jorge Ernesto de la Cal.
“En el grupo siempre nos apoyamos, nos corregimos unos a otros —dice el muchacho—, pero en este caso para mí implica un acto de placer, asisto a sus ensayos con la misma satisfacción con que otros van al estadio a ver la pelota”.
En tanto, Miriam Muñoz me cuenta que Polvo constituye uno de los monólogos más autobiográficos de Gilberto y, a la vez, uno de sus mejores textos.
“La idea surgió de la convivencia con mi madre durante los once años que padeció de Alzheimer —refiere el actor—; tras recibir la noticia transité por una primera etapa en que me sentía desorientado, pues me encontraba en La Habana, en el mejor momento de mi carrera profesional, y regresé al batey Juan Ávila de Unión de Reyes para cuidarla. Después de varios meses interioricé mi nueva realidad y comencé a preguntarme qué debía hacer para prolongar su tiempo de vida, que era en definitiva lo más importante”.
La enfermedad le abrió a Gilberto una perspectiva inmensa que se apoderó de él como un vértigo, como la posibilidad de adentrarse en el inmenso, lejano y recóndito universo de nuestro pasado.
Es por ello que su protagonista, Maximiliano, no se contenta con realizar una catarsis sobre el padecimiento, sino que, solitario en su vejez, desata las evocaciones que le acosan y arrebatan por dentro mediante un extenso intercambio con su perro Poe, a quien le habla de su novia Sandra, de las fiestas en el campo el día de San Juan, de las anécdotas en el pueblo de su infancia.
“Crear desde el dolor implica una especie de exorcismo. Sin proponértelo conviertes la agonía en esperanza, y la obra en canto de fe”, asegura Gilberto, que comenzó a escribir para interpretar aquellos personajes anhelados y esquivos, siempre negados por los directores; si bien descubriera más tarde que su arte adquiere sentido si el público se siente reflejado en él, si logra generarle dudas que le lleven a cuestionarse su existencia y mejorarla.
“Algo así también me condujo a Polvo, para mostrar la necesidad del concilio con los que ya partieron. Uno llega al punto en que mide su envejecimiento por la acumulación de pérdidas, pérdidas espirituales, de familiares y personas más queridas, a las que siempre nos quedan confesiones por hacer”.
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Durante el ensayo Gilberto transita de una escena a otra “a la italiana”, sin atropellar los diálogos, pero tampoco esmerándose en ellos; más bien para que los técnicos acaten las entradas y disolvencias de la luz en cada fragmento. Tan solo enfatiza los instantes de silencio, recurso que considera imprescindible para el tono reflexivo de la pieza.
“En puestas precedentes yo los violentaba sin darme cuenta; imagínate, escribí el texto con 48 años y ahora tengo 63. Mi edad actual se acerca a la del protagonista del monólogo, por lo que puedo acomodarme mejor bajo su piel, comprender elementos que subestimaba al inicio, como la connotación de los silencios”.
En poco más de una hora deja ver su destreza en la manipulación de una escalera varios metros más grande y pesada que él. La hace bailar entre sus manos, la acaricia, forcejea y se deja aplastar por ella. La transforma en árbol y vagina, es a través de ella que se reencuentra con su padre, y es sobre ella que ve ahogarse a su amigo Cheo. Al final se aleja de ella, o lo que es lo mismo, se despide de sus seres queridos y se desliza con su perro por un lateral del escenario. Entre los presentes no hay aplausos esta mañana, solo consternación.
Cuando reaparece, aún las lágrimas se le confunden con el sudor del rostro. Mirian se adelanta y lo felicita, aunque le confiesa que por un momento creyó que perdía el control de la escalera. “Si te pesa demasiado es preferible que modifiques los movimientos para evitar lesiones”, le alerta ella, quien fue la única en percatarse de la leve imprecisión.
Uno de los técnicos le sugiere que culmine la obra con la iluminación inicial, para esclarecer desde el lenguaje visual que este hombre armó su discurso de evocaciones, desde el plano más introspectivo. Él lo escucha con atención infantil, y asiente sin poner objeción.
Luego se recuesta unos minutos en el escenario, silencioso. Confiesa que solo “tranquilidad plena” siente al volver sobre su texto.
“Retomar todo lo que te afectó en un momento de tu vida no siempre te maltrata, se transforma en vía de liberación, en la evidencia de que ni siquiera la muerte logra destruir nuestro vínculo con las personas que amamos. Pasados 15 años, estoy listo para emprender el viaje”.