Tengo al mejor papá del mundo

Tengo al mejor papá del mundo, y nadie me lo puede discutir. Aclaro de antemano que esto no es una crónica melosa sobre la celebración del Día de los Padres, para nada, esto es un reconocimiento público a mi progenitor, porque de verdad que “el tipo” ha sido ejemplar, y mira que yo di problemas.

Fui el bebé más enfermo de la historia de Cuba y, para colmo, en mis primeros años me tuvieron que operar de la garganta y mi viejo tuvo que correr conmigo en pleno Período Especial, hospital arriba y hospital abajo, gastándose los tres kilos que tenía en comprarme los juguitos de cajita, haciendo malabares con el trabajo.

De niño me dio por aprender de todo y cambiaba de pasatiempo como de camisa. Al pobre no le quedó más remedio que apoyarme en mi variadas aficiones: reunir para la guitarra, llevarme a las clases de pintura, convencerme de que no tenía talento para la pelota, ponerme un aro de básquet en la pared de la casa, alquilarme la Nintendo y comprarme las cartas de Yu-Gi-Oh.

Cuando entré al preuniversitario, padeció mi adolescencia, ponerle la cara al director de mi escuela y jurar más de una vez que su hijo no lo volvería a hacer. Ponerse duro conmigo para que estudiara y cogiera una carrera, pasar pena cuando entraba a la farmacia a comprarme los condones y mal dormir cuando invitaba a las amistades a la casa por la noche.

Fue conmigo a la prueba de aptitud de Periodismo y, cuando entré a la Universidad, tuvo que compartir su salario conmigo para que pudiera graduarme. Soy testigo de que le dolió un mundo no poder estar en mi graduación por culpa de la pandemia.

Finalmente, me dio por escribir, y mi padre ha tenido que cargar con ese peso desde entonces: llevarme a las lecturas, prender las velas para darme suerte en los concursos, acompañarme a recoger los premios, preocuparse cuando mis reportajes levantan ronchas, llamarme cuando no encuentra un texto mío en el periódico impreso de la semana.

Estuvo ahí, pegado al teléfono, cuando hice mis primeras coberturas en los centros de aislamiento y cuando tuve que trabajar el segundo día de los sucesos de Supertanqueros; pero también cuando la editorial confirmó que publicaría mi primer libro y cuando, desde la productora, me llamaron para darle el visto bueno a uno de mis guiones.

Lo gracioso del asunto es que yo fui su segundo hijo, por lo que mi papá ya había pasado por todo lo anterior una vez, con sus propias particularidades. Uno llegaría a pensar que, con la primera experiencia, hubiese sido suficiente, pero “el tipo” es guapo.

Antes de nosotros, cargó con mi tío materno, y por el camino recogió a mis primos y, junto a mamá, convirtió su casa, la casa del campo, en esa zona segura, en el hogar al que toda la familia siempre tiene que volver.

Mi padre entró al curso por encuentros, después de viejo, para ganarse su título universitario y, según él, estar a la altura de sus hijos. No tiene ni idea de lo alta que nos puso la parada a mi hermano y a mí, que aspiramos a ser como él.

Con 60 años en la espalda, todavía trabaja como un mulo, pero saca tiempo para estar al tanto de sus hijos, de todos ellos, los biológicos y los que no lo son. Es el primero en dar el paso al frente cuando se nos enreda la vida, y le dice a los vecinos, con todo el orgullo del mundo, que somos su mejor inversión.

Tengo al mejor papá del mundo y nadie me lo puede discutir. Pero aclaro, una vez más, que este texto no es una crónica empalagosa para celebrar esta fecha. Es solo un reconocimiento a todas esas personas que asumieron la responsabilidad de cargar con otros, y se ganaron a pulso el título de padres.

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Sobre el autor: Boris Luis Alonso Pérez

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