De Playa del Chivo a puerto matancero: historias de un naufragio

De Playa del Chivo a puerto matancero: historias de un naufragio

Carlos Francisco Rodríguez González, de 55 años y residente del Cerro, asegura que a pescar no vuelve, o al menos por un buen tiempo. Y mientras lo dice frunce el ceño con ese susto que no pasa, aun cuando ya se halla en tierra firme y los siete días a la deriva en altamar ya son historia de un naufragio. 

El gastronómico, devenido pescador desde hace apenas tres años, jamás pensó que sus rutinas laborales le llevarían, junto a un adolescente, a kilómetros de su casa y de la costa.

Me fui a las 12 de la noche del jueves (16 de enero) y pensé: ‘eso es una pesca rápida, a las nueve de la mañana ya estoy de vuelta’; pero todo se complicó. Estaba pescando en la bahía de La Habana y quise entrar por la Playa del Chivo, pero las patas de rana eran chiquitas y se me partieron. Un chamaco se me acercó en otra balsa, me quiso ayudar, y en eso la corriente nos fue arrastrando, porque el viento era demasiado.

No nos conocíamos de antes, aunque sí lo había visto alguna que otra vez en el Chivo. Normalmente pescamos en pareja, y en mi caso lo hago con un albañil que vive en mi edificio. Cada uno tiene su corcho, que dejamos clavado en el hierbazal

Pero mi compañero ese día estaba más adentro y el muchacho se me acercó curioso, porque yo había pescado dos agujones grandes y él quería que lo ayudara a pescar uno. Cuando se me partieron las patas de rana, todo empeoró. Lo último que enganché fue una aguja, con más potencia, que haló y nos arrastró un poco más hacia afuera. Hasta que nos soltó.

La corriente del agua nos fue sacando para el Este y p’afuera; y nada, ni una lancha por todo aquello para darnos una mano. El chamaco tampoco tenía experiencia. Nos vencieron la corriente y el cansancio.

Cuando llegó la noche, la embarcación mía se abrió por completo. Tuvimos que trasladarnos los dos para una sola, y así fuimos naufragando una semana, prácticamente sin comer ni tomar agua”. 

En la conversación se impone la pausa. Aunque un suero se asegura de que su cuerpo se encuentre bien hidratado, al pescador por momentos se le reseca la garganta y las palabras salen de su boca divididas en sílabas, atragantadas por sentimientos que van y vienen como esas olas que le tuvieron en vigilia y desasosiego por siete largas jornadas.

¿Cómo sobrevivimos? La naturaleza es grande. Siempre me llevo un galón con agua o un pomito de refresco, pero ese día no, porque pensaba regresar rápido.

Al otro día de estar a mar abierto, tiré un anzuelo pelado y se enganchó un dorado. Con el cuchillo le sacamos la bandita, lo pusimos en el corcho para que se secara un poco, y así crudo nos lo comimos. Él comió más, incluso la huevera, yo me asqueé. Incluso, él tomó agua salada.

No se podía meter el pie en el mar, porque había muchos tiburones. Tú veías los bonitos saltando y las aletas en el agua

A ver, llevo tanto tiempo de pesquería que ya el tiburón no me asusta. No creo mucho en las fantasías de las películas, porque he visto que, si no le doy razones, el tiburón no me ataca. Si no hay un pescado herido arriba y que esté sangrando, no hay por qué tener miedo. Más miedo tenía a morir ahí deshidratado, que mordido por un tiburón.

La profundidad no ayudaba para tirar una ‘potala’ (método de anclaje compuesto por nailon gordo o soga gruesa y un elemento de peso); imagine que tiré un calibrado de 40 libras, con una piedra grande, y se lo tragó completo. Pensamos en, si nos encontrábamos algún arte de pesca de la que guindarnos, quedarnos ahí hasta que vinieran a regañarnos y poder pedir ayuda, pero no chocamos con ninguno

Eso fue arrastrando… arrastrando… arrastrando… pidiéndole a todas las vírgenes; yo que no soy ni católico ni cristiano, a esa hora le rogué a todo el mundo.

Mi embarcación era un corcho de poliespuma, de un metro (m) de ancho por 1.70 de largo. Y la del muchacho de 0.90 por 1.70. Era más delgada. Fíjese que la primera noche, cuando nos estábamos acomodando, nos viramos. Al final, tuvimos que ponernos en una posición en la que no podíamos ni movernos: él con la cabeza p’acá y yo p’allá, casi que uno abrazado al otro.

El barco dice que nos encontró por allá por las Bahamas. ¡Mira todas las vueltas que nos dio la corriente! No quisiera ni acordarme de todas esas noches. De los rollos de olas… ¡paf!… ¡paf!… que te mojaban todo y sentías el ahí viene… viene… y ¡paf!… Tratábamos de aguantarnos duro para no caer al agua.

En la mañana, intentábamos sentarnos y nos poníamos a mirar el horizonte. Pasaban cruceros ni muy cerca ni muy lejos, a los que le hacíamos señas, pero nada: nadie nos oía, nadie nos veía.  

Desesperación sí teníamos. El chamaco en algún momento incluso me dijo que quería tirarse la soga, que ya no daba más. Y yo no lo dejé desistir.

Juro que nací ayer cuando vi ese buque pegado a nosotros. Detectamos una luz, un barco grande al que la propia corriente nos empujó. Entonces, con las patas de rana chiquitas, uno impulsando y el otro guiando hacia el centro del barco… ahí… ahí… hasta que empezamos a gritar a todo pulmón: ‘¡Auxilio! ¡Auxilio!’. Alguien se asomó y llamó al capitán. Pleno mar abierto. Y esa soga que nos lanzaron fue salvadora”.

Distancia demostrativa entre Playa El Chivo y un punto en Las Bahamas. Tomado de Google Maps

Hasta tierra matancera llegaron los náufragos habaneros rescatados en altamar. A Carlos Francisco le asistieron en el hospital provincial Faustino de Pérez, mientras que su compañero de travesías, de apenas 15 años, fue ingresado en el pediátrico Eliseo Noel Caamaño.    

Me las vi bien negras una que otra vez, pero un susto así en el mar, nunca. Lo más peligroso que me había pasado era que la corriente me arrastrara un poco hasta la Villa Panamericana, separado a cinco metros de la orilla. Que desde el Chivo son como tres paradas de guagua. Ese había sido mi mayor susto.

Pero después de esto se lo he dicho a todo el mundo: estoy quitao. Aunque de hambre tampoco me voy a morir, si un día tengo que volver, yo vuelvo. Lo que demorará mucho, ¡qué va! ¡Al mar hay que tenerle respeto!”. (Edición web: Miguel Márquez Díaz)


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