“No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, dice el refranero y repiten las generaciones; y con tanto aplomo que algunos creemos una obligación cumplir con la frase durante buena parte de la vida, quizá hasta que los mayores dejan de controlarnos las tareas de la escuela y empezamos a convertirnos, poco a poco, en nuestros propios reguladores de agenda.
Incluso, quien ha tenido la suerte de contar con esa clase de supervisión organizativa de los adultos, siempre mejor cuando no se ejerce con la rigidez que provoca rebeldía, es propenso a una de las actitudes humanas más tentadoras, comunes y repetidas a lo largo de la historia, al menos desde que hace infinidad de años un primate perezoso vio a otro evolucionar a hombre y se limitó a posponer su propio beneficio.
Podría estar refiriéndome al síndrome del estudiante, léase la manía de enlazar la noche del domingo con la madrugada del lunes para entregar un trabajo evaluativo anunciado desde hace semanas, pero en realidad hablo de la versión extendida de este fenómeno hacia todas las esferas y etapas por las que hemos de transitar: la procrastinación. Existen pocos términos de nombre raro que a la vez sean tan fáciles de explicar y comprender como este.
Sobre todo, claro está, porque lo hemos puesto en práctica una y mil veces, con tanta normalidad que, seamos sinceros, a mis contemporáneos y a mí poco nos ha interesado saber que los latinos unieron pro (adelante) y crastinus (referente al futuro) para conformar procrastinare y dar un origen etimológico a la razón de tantas ansiedades y desvelos que habríamos de sufrir.
La procrastinación consiste en revertir el refrán con que daba inicio a este texto; o sea, en colocar en un segundo, tercer o enésimo plano de prioridades una actividad o más, bajo motivos de índole tan variada como pueden ser el desgano o el interés en otras faenas generalmente menos exigentes. Ahora bien, ¿es buena o mala? ¿Impregna efectos perjudiciales a la larga? ¿Somos mejores o peores por ponerla en práctica?
Para las anteriores preguntas no hay más respuesta que la ambigüedad: depende, del individuo y de cómo gestione su quehacer, si la posposición de tareas acarrea consecuencias negativas en su dinámica personal o no llega a ese punto. Tal vez se trate de un informe pendiente que por su sencillez de confección te permita el lujo de acabarlo la noche antes; tal vez se trate de un informe pendiente que por tu demora te sitúe entre la vergüenza y la sanción, al no poderlo terminar la noche antes por culpa, digamos, de un apagón; depende, reitero, de ti.
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Ya se ve que el cubanamente llamado finalismo, fase superior del procrastinare, no implica sensaciones más positivas que un suspiro de alivio si sale bien, y también puede situarnos en posición muy incómoda si nos sorprenden con las manos aún manchadas de la nada en la que hemos estado ocupadísimos.
Al margen de esas misiones y responsabilidades por cuya solución hemos de responder a una determinada hora, a uno le corresponde ser consigo mismo más riguroso que todos los jefes impacientes, profesores insistentes, rincones del hogar por limpiar, decisiones importantes por tomar o gestiones de plazo limitado.
Sencillamente, hay cosas que no admiten espera y otras que sí, y si en tu opinión el primer caso se da con unas partiditas de videojuegos y el segundo con la compra del pan a punto de acabarse, espero que estas líneas te sirvan de algo y no dejes para otro día su asimilación.
Recuerda, procrastinador, que quienes antes regían tu horario quizá ya no lo hagan, pero por ley de vida les debe sustituir un mejor administrador de tu tiempo: tú mismo.