El Cinematógrafo: Napoleón

Napoleón es una gran película, de las mejores de Ridley Scott. Enlaza con el poderío de quienes le han precedido en esto de cantar gestas con una cámara.

Ficha técnica

Título original: Napoleon.

Año: 2023.

País: Estados Unidos, Reino Unido.

Dirección: Ridley Scott.

Guion: Davis Scarpa.

Fotografía: Dariusz Wolski.

Montaje: Claire Simpson, Sam Restivo.

Música: Martin Phipps.

Reparto: Joaquin Phoenix, Vanessa Kirby, Tahar Rahim, Rupert Everett, Matthew Needham, Ben Miles, Sinéad Cusack.

Duración: Dos horas y 38 minutos.

Por más que intento enfocarme en mi objetivo, no resisto la tentación de teclear un par de retóricas. ¿Hemos olvidado acaso cuánto tiene de irreal y libre el mejor arte? ¿En serio vale la pena hundir la vista en un volumen enciclopedista antes que en una joya de deslumbrante belleza, solo para jugar al detector de diferencias? ¿Tan poca atención merece esta maravilla de compleja sensibilidad, puesta en cámara con un cariño y un talento que el cine actual necesita de vez en cuando, demasiado a menudo para mi gusto?

Historicistas que no se ponen de acuerdo ni entre sí, dogmáticos al acecho de cualquier tema, cinéfilos confundidos de vocación e indignos de su privilegio, todos responsables en gran medida del prejuicio y maltrato desde antes del estreno, por favor, dejen de resonar en mi concentración. Solo pretendo, necesito, escribir sobre Napoleón como película; como la gran película que para mí es. No encuentro una forma más útil de expresarme sobre ella, aunque el Ogro de Córcega nunca haya bombardeado las Pirámides ni Josefina tuviese la mirada enigmática de Vanessa Kirby.

Bueno, de no ser por Blade Runner, con toda seguridad me estaría refiriendo ahora mismo a la mejor película de Ridley Scott. Tal afirmación no es poco para salir del pugilismo intelectualoide y empezar a adentrarnos en terreno del cinematógrafo, ¿cierto? Ese inglés nacido con lentes en vez de pupilas lo mismo nos ha hecho convivir con un octavo pasajero, redescubrir América a ritmo de Vangelis o alzar el pulgar como espectadores del circo romano. Pero qué diablos, Alien arranca un tanto premiosa, 1492: La conquista del Paraíso se desvía a ratos de su buen rumbo y las batallas de Gladiador están peor rodadas. Por tan insignificantes subjetividades, declaro que esta es evidentemente mi cumbre de Scott; o al menos su obra más íntima y personal, la que más de su entrega encierra, su carga de caballería más valerosa, el mayor espectáculo y la gran historia de amor de su carrera. Nunca nos había dado tanto.

Y el prodigio es tal que, incluso conociendo solo la versión para cines de poco más de dos horas y media y esperando con ansias el montaje extendido hasta cuatro, me doy cuenta de que esta película no cree en cortes. Pertenece a la estirpe de las que conservan su alma más allá de las intromisiones técnicas, de las que transmiten entereza, pese a las mutilaciones de metraje sin explicación. Esto lo demuestra con un guión admirable, de fluir sorprendentemente equilibrado entre un bloque narrativo y otro; con el tiempo y el espacio justos para cada conversación, gesto, mirada, panorámica espectacular o efecto especial; y siempre hacia delante, en una epopeya que no frena ni da la menor sensación de interrupciones salteadas que sí existen y hacen falta, tan bien escritas y resueltas como conviene.

Quiere asimismo el destino, burlón como siempre, que nada menos sea en la graduación con honores de este frecuente observador de la temática militar, del régimen castrense y la disciplina férrea (tomemos Los duelistas y La teniente O’Neill como dos casuales ejemplos), donde haga alarde de mayor libertad, espacio y plenitud para acercarnos a unos personajes y sus conflictos, solventando así el principal problema que acostumbro hallar en su filmografía. ¡Y lo logra centrándose en las figuras estudiadísimas de Napoleón Bonaparte y su idolatrada Josefina! El desafío consigo mismo no podía ser menos alentador ni el resultado más satisfactorio.

Al margen de aspectos tan interesantes como la relación de la célebre pareja, inicialmente ventajosa y lasciva, posteriormente tóxica y fantasmagórica, eternamente romántica; en Napoleón está también lo mismo que Scott había desarrollado desde siempre: grandes combates, megalomanía, presencia femenina fuerte, amor por la historia e incompatibilidad con el rigor histórico (contradicción de la que no son menos culpables Hugo, Dumas, Stendhal…), solo que depurado hasta la apoteosis.

Por ello, varios momentos, estáticos o en movimiento, igual de cuidados hasta el máximo detalle, ameritan figurar en cualquier retrospectiva antológica de la hoja de servicios de Scott, por la fuerza pictórica que proyectan, o el acierto de composición, o la tonalidad acorde al espíritu captado. Desde la salida de prisión de Josefina hasta el faraónico segmento egipcio, desde el bombardeo del lago hasta la firma del divorcio, desde la entrada en Moscú hasta los preparativos de la batalla de Waterloo, desde el primer destierro hasta el último. Destellos en conjunto de un talento que comprende elevados gustos de música, arquitectura, literatura, moda, escultura, pintura, en la mejor tradición de un Visconti doblemente operístico en su mirada. En cada instante, por breve que sea, se nota una atención digna de la escena más compleja de planificar o iluminar, ya sea el sonido de un fogonazo a punto de causar estragos entre el enemigo, el roce de la tinta sobre el papel en plena capitulación, la pasmosa silueta a cuatro patas de un monarca tras el mantel o una voz en off tan fatale como el canto de una sirena.

En el cine a gran escala no se ha visto semejante demostración de brío en la madurez, de pericia rabiosamente juvenil, desde que Raoul Walsh, tuerto y también octogenario, dirigiera a caballo Una trompeta lejana. Por lo visto, a tal esfuerzo también aspiraba Kubrick tras su primera tentativa de napoleonizar las pantallas de medio mundo, pero el cambio de siglo trajo con su muerte otro cambio de planes para tan ansiado proyecto. Y ahora, Scott saca la corona del fango y se la coloca en honor de su admirado visionario: el acabado es digno de sus años debutantes, cuando su carta de presentación era la puesta en escena más refinada del momento y su talento le precedía como alfombra palaciega.

Depués de 1492: La conquista del Paraíso y El reino de los cielos, a esta película solo le faltaría una palabra celestial en el título (si no lo es en sí el nombre de Su Majestad, el Emperador) para coronar la llegada de Scott a su cima como director de épica, terreno donde tanto ha acertado (Los duelistas, La caída del Halcón Negro, El reino…) y desacertado (Robin Hood, Éxodo: dioses y reyes, El último duelo, aunque notables las tres), pero al cual le ha aportado en cada intento un mimo y unas ganas de hacerlo diferente que a menudo redimen sus posibles errores.

Sin prisas, ante el placer horizontal de la imagen en movimiento, vean estas batallas, admiren estos uniformes, sientan este fragor, y pregúntense entonces si hoy existe mejor sucesor que él para Griffith, Lang, Dwan, Eisenstein, DeMille, Walsh, Gance, Ford, Kurosawa, el Kubrick de Espartaco, Anthony Mann, Lean, Milius, Coppola, Cimino… De momento, a mi parecer, no lo hay. Ni Edward Zwick ni Antoine Fuqua ni Zack Snyder. Nadie. No me viene a la mente alguien más capacitado para tomar el testigo de Homero en el futuro inmediato.

Pese a la justa condición de genio que noto en el grueso de su trabajo, admito que Scott no es de los que más me suelen conmocionar o simpatizar, y aun así Napoleón enlaza con el poderío y la sensibilidad de quienes le han precedido en esto de cantar gestas con una cámara, mientras los figurantes se embisten por centenares y los imperios penden de un fade out.

Grandilocuencias aparte, por más que nos subyugue a lomos de un corcel y en contrapicado esa silueta con tricornio, gran parte de lo mejor reside en los interiores, en los espacios íntimos, a la sombra de una tienda de campaña o al calor de una chimenea conyugal. Interiores donde se urden complots y se deciden destinos con regia parsimonia, iluminados según la escuela del Barry Lyndon de Kubrick y Los duelistas del propio Scott, tan peligrosa y malinterpretada que la luz de velas ha entorpecido incluso la comprensión y el ritmo de briosas aventuras medievales en lo sucesivo. Interiores mucho más cálidos, cautivantes y sugerentes, cuando cuentan con la presencia de Josefina.

Hasta en sus mutis, con solo mirar, Vanessa Kirby es como Kim Novak. Nos pone la carne de gallina y comprendemos el poder que, casi sin proponérselo, puede ejercer sobre plebeyos, generales, emperadores o zares de cualquier época. Ignoro cuánto hay de ella en el relleno del personaje, pero sospecho que mucho, afortunadamente; con toda la calidad que pueda tener el bueno de Scarpa, dudo que el guion especifique en algún punto un acierto tan plasmado en pantalla como: “Interior. Noche. A la luz de la lumbre, Josefina mira a su marido en silencio. Es pasiva y bestial, como definía Truffaut a cierta rubia hitchcockiana”.

Prueba de que no me une a este proyecto ningún factor de predisposición favorable, además de la mera curiosidad, un actor que casi siempre encuentro irregular y hasta antipático estaba destinado a protagonizarlo; a coprotagonizarlo más bien, no olvidemos que Josefina se halla tan agazapada en el fondo negro tras el título, como espectralmente lo está a espaldas de su amado corso hasta el último plano. Decía, con Joaquin Phoenix guardo al menos tantas reservas como con Scott; mas, para mi contento, le encuentro aquí tan adecuado y orgánico con lo que le rodea, como en Señales, y menos histriónico que en varias de sus actuaciones más celebradas hasta la fecha. En lo inexpugnable de su mirada, intuimos, a veces descubrimos, muchas cosas que escapan a la palabra.

¿Que por qué me gusta Napoleón, a pesar de todo lo dicho? Resuena todavía en mi concentración la turba enfurecida.

Tal vez me gusta porque hoy escasean las historias de amor contadas con tanta inteligencia, calado y hondura. Porque desde el Napoleón mudo de Abel Gance en 1927 no se ha visto una propuesta tan atractiva sobre este curioso personaje, con perdón de Henry Koster, Sacha Guitry, Serguéi Bondarchuk y Josée Dayan, en formato de miniserie. Porque la imagen ha vuelto del destierro y retoma el poder, así sea solo por dos horas y 38 minutos, antes de una próxima reconquista de cuatro en total. Porque el realismo deja de ser nocivo para un director demasiado idealista. Porque me encanta cómo la influencia de una mujer en un guerrero lo conduce a la gloria y al desastre a partes iguales, sin necesidad de explicación. Porque hay un hallazgo en la escena de la coronación que es toda una declaración de intenciones: un dibujante traza en tiempo real el momento histórico del cual es testigo, y la cámara se coloca junto a él, porque a su legado le debe la oportunidad de estar también allí, de registrar lo que a su vez ella capta como un lienzo más, libre de cometer imprecisiones. Porque un sabio del cine, tras muchas correcciones sobre la marcha, nos está dejando su testamento. Y este tipo de herencias son tan ricas y amplias que alcanzan para todos y no hay ni que pelearse por ellas, basta con hacer silencio en la sala.

Me gusta precisamente porque no es el Napoleón de mis clases: es el Napoleón de Ridley Scott.

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