El Cinematógrafo: Mulholland Drive

Mulholland Drive es brillante en su surrealismo, brillante también en su lógica y efectiva en el suspense.

Ficha técnica:

Título original: Mulholland Drive

Año: 2001

Nacionalidad: Estados Unidos

Dirección: David Lynch

Guión: David Lynch

Reparto: Naomi Watts, Laura Elena Harring, Justin Theroux, Melissa George, Ann Miller, Mark Pellegrino

Duración: 147 minutos

En la soledad de un desvío de la carretera Mulholland, sin compañía humana en vida tras el accidente que le acaba de arrebatar la memoria, el personaje de Laura Elena Harring —todavía sin nombre—, luciendo un vestido oscuro como su pelo y la noche sin luna que se cierne sobre ella, desde lo alto de las colinas contempla el firmamento estrellado de Hollywood que se extiende a sus pies. En ocasiones siento que este inicio se trata de una broma cruel por parte de Lynch, dejando a su personaje en la misma situación de desconcierto que es muy probable que compartamos la mayor parte de nosotros tras la primera experiencia de Mulholland Drive, pero reniego de mi absurda sospecha cuando conformo el rompecabezas, al menos de la manera en que como espectador creo que es correcta, y compruebo que cada situación, detalle, aparición, ironía, sugerencia, que cada giro de ruta introducido por el maestro, por vertiginoso o temerario que parezca, se encamina a la coherencia intencionada, mas no forzada.

Brillante en su surrealismo, brillante también en su lógica. Efectiva en el suspense y la intensidad mantenida del factor enigma, con una de las vueltas de tuerca de más elegancia y menor sensación de irrupción casual que he visto. Dotada de un erotismo sublime, mediante el que la cámara no recorre, sino acaricia, las suaves pieles de Naomi Watts y Laura Elena Harring, unidas ante el miedo y la incertidumbre en un abrazo de amour fou que dirían los franceses. Sumamente original y decidida a aprovechar el elemento de cine dentro del cine como expresión máxima de los sueños, de la alternativa a la vida propia que reside allá a donde apunta el proyector y las expectativas se cumplen con una certeza que no nos suele acompañar en el mundo verdadero, y, por ello, alguno podría ir más lejos y creer que esas imágenes falsas, esos destellos folletinescos en que se comprimen tiempo y espacio, son el mundo verdadero. Distintos alicientes que la hacen una de esas que vale la pena ver más de una vez, de las que hay que dedicarle parte del precioso tiempo de nuestra vida, porque es muy peligroso pensar o hablar, no digamos escribir, sobre ellas luego de una sola visión.

Cierto es que esto sucede en todos los géneros y en todas las épocas, incluso con las películas más sencillas y fáciles de asimilar, pero es más frecuente que suceda con los cineastas, llamémosles, ‘‘de la mente’’: Lang, Hitchcock, Kubrick, Polanski, De Palma, Schrader, Cronenberg, Lynch, Miike, Nolan… Esos a los que injustamente se les podría tildar de fríos e insensibles, pero que, como ocurre en Mulholland Drive, también pueden extraer sus riquezas temáticas del corazón y los sentimientos, independientemente de la visceralidad con que se expresen, y lograr que de su película más aparentemente oscura, densa, inaprensible, salga su reflejo más personal, o bien el melodrama más novedoso, o bien su obra cumbre, como considero que es el caso.

Familiarizado con El hombre elefante (1980), Dune (1984), Terciopelo azul (1986), los misterios de Twin Peaks (serie, iniciada en 1990 y continuada en 2017, y película, de 1992; en el formato hogareño, aquellos capítulos dirigidos por él los encuentro impecables), Carretera perdida (1997), Una historia verdadera (1999) y Mulholland Drive (2001); no tanto con Cabeza borradora (1977), Corazón salvaje (1990) e Imperio (2006), ni con sus cortometrajes; desconocedor absoluto de su actividad musical aunque admirador de buena parte de la melomanía que expone en sus productos; agradecido casi siempre que se presta a actuar con la gracia que le caracteriza, así haga del agente del FBI Gordon Cole o de John Ford en Los Fabelman; por todos estos factores y alguna que otra cavilación en horas de sueño, cuando los recuerdos hacen el casting de cosas imprescindibles, me declaro fan de David Lynch.

Un fan escéptico, a ratos irritado, intrigado todo el tiempo, deseoso de más e indignado ante la realidad irremediable de que ni él ni Ridley Scott —probablemente los dos mayores impulsores del cine anglosajón a nivel visual y narrativo durante la década de los 80, después de Brian de Palma, y existiendo mayor calidad general en el primero que en el segundo— sean regulares en cuanto a la entrega de hitos en sus filmografías, y esta indignación se acrecienta cuando rememoro el insignificante dato de que Mulholland Drive nació con la iniciativa de una serie de televisión. Puestas en práctica las ideas, acabado el producto de la manera y en el medio en que acabó, y perpetuado, todo hay que decirlo, bajo una forzosa e insistente campaña de culto, avalada por votaciones que la sitúan en lo más alto de la cinematografía mundial del XXI, podio tan justo para Lynch como para Eastwood, Tarantino, Kitano, en opinión de la sensibilidad de cada cual, esa fallida serie devenida en cine pudo ser, como Twin Peaks, otro antes y después en la cultura televisiva, pero quiso el destino que sumase otro largo a las comparaciones de las que es objeto con respecto a figuras como Kubrick. Maestros todos los aquí citados, más que del cine, del audiovisual, como mecanismo de expresión que no entiende de plataformas o sistemas de producción; igual de personales, eficientes o descalabrados en la gran pantalla que en spots comerciales, y si seguimos, hasta en los videojuegos.

Si en etapa temprana se mostró tal y como es con Terciopelo azul, donde está la mejor organización de sus obsesiones y estilo personal, Lynch se renueva con fuerzas en Mulholland Drive, desconcertando incluso a seguidores acérrimos y permitiéndonos encontrar, como en cada nuevo capítulo de su carrera, un nuevo él. Aquí ha llegado a una etapa en la que presiente, o no le queda la menor duda al respecto, que la televisión constituye un formato de difusión masiva muy a tener en cuenta en el futuro, prueba de lo cual está en su anterior y posterior experiencia con el siempre intrigante poblado de Twin Peaks; la situación de los actores en el encuadre, los tonos de iluminación y la temática del cine en el argumento hacen pensar en la audiencia acostumbrada a la televisión como una condicionante a la hora de filmar y concebir visualmente un resultado propio de pantalla pequeña en principio, teniendo en cuenta además el tono íntimo, casi susurrante, en que desarrolla la acción y que, sin embargo, tan poco corriente resultaría en horarios familiares. Este ejercicio es llevado a su máxima potencia pocos años después en Imperio, en la que la textura se torna prácticamente amateur, muy semejante a subproductos estilizados de Europa del Este como los de Thomas y Dorcel, y contrario a la tercera temporada de Twin Peaks, donde nuevamente en el medio ‘‘menor’’ desaparece la discreción y vuelve a estallar el lucimiento intensificado del cromatismo y la apariencia cinematográfica.

En la ilustre y muy diferente presencia de El mago de Oz (1939, Victor Fleming) y La mujer del cuadro (1944, Fritz Lang), estamos ante uno de los grandes títulos del cine sobre sueños, pesadillas, alucinaciones y demás escapes de la realidad: el non plus ultra de la intromisión filmada en el subconsciente, como tal vez justifique en un último párrafo plagado de spoilers sin mala intención y que he intentado disimular.

Me asombra incluso mi confusión pasada cuando contemplo los eventos, igual de extasiado pero más preparado que antes, sin necesidad de alterar el orden mentalmente, o de suponer que las dos mitades argumentalmente diferenciadas en que se divide la cinta corresponden a universos paralelos, pues sostengo el criterio de que, con un poco de alimentación freudiana o hitchcockiana quizás, el espectador está preparado para atar los cabos: basta con recordar el primer movimiento de cámara en interiores, previo a los créditos iniciales, para entender el comportamiento de todos los personajes y acontecimientos antes y después de la visita al Club Silencio, radical y emocionante punto de ruptura de la entera función; para intuir el porqué de la naturaleza ominosa del Hollywood mostrado, o de las continuas humillaciones a Adam (Justin Theroux), o de un fallido intento de asesinato por parte del matón que interpreta Mark Pellegrino, el rubio de parecida profesión al comienzo de El gran Lebowski (1998), de los Coen. Solo así, tal vez, logren los verosimilistas disfrutar a plenitud una obra que, para ser magistral, emocionante, romántica, desgarradora, no necesitaba ser muy verosímil.



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