—¿A qué te dedicas?
El muchacho, que tendría 18 o 20 años, disfrazado de Súper Mario —parecía que lo habían acabado de sacar de la pantalla de una computadora, aún tenía el olor a pixeles frescos—, se arregló la gorra y se atusó el bigote pintado con plumón permanente.
—Soy criptozoólogo —me respondió, y yo levanté la cabeza de la agenda.
—¿Qué es eso? —La noche prometía mucho más de lo que pensé inicialmente.
Estaba en mi primer año de Periodismo y un amigo me había invitado a un evento que promocionaba la cultura japonesa. Ese era el espíritu del proyecto; pero, en verdad, se había vuelto una cofradía de fanáticos al manga y al anime. Todo ocurría dentro del Museo Provincial y resultaba una escena rara: unas adolescentes vestidas como colegialas se tomaban unas fotos frente a un piano de cola; y en la pantalla de un televisor algunos se mataban a patadas giratorias y “bolas de poder”, en un torneo de videojuegos.
Ante la sorpresa encendí un cigarro y, de repente, un ninja apareció de alguna parte, tal vez de una puerta en las sombras, y me dijo que no podía fumar ahí —mientras hablaba corría en el lugar con las manos estiradas detrás de la espalda— porque a los padres les molestaba. Señaló con una pequeña katana plástica a un grupo de sillas plegables donde unos señores y señoras me miraban cejudos.
Le pedí a mi amigo que me trajera miembros del proyecto: una muchacha y un muchacho. Sobre la primera no hay mucho que contar, una entrevista corriente; el segundo fue el criptozoólogo.
—Nosotros nos dedicamos a investigar y cazar animales mitológicos como sirenas, duendes y dragones. —Lo primero que imaginé es que él le hacía honor a Super Mario, pero en vez de aplastar hongos se los comía, y en grandes cantidades, los suficientes como para que el cerebro pareciera recién extraído de un microwave.
Mas, en un segundo momento, quise seguirle el juego. Unas semanas antes, de celular en celular, había transitado la imagen de un grupo de personas que se fotografiaron en las Cuevas de Bellamar, y detrás de ellos aparecía un güije. Así que la ciudad se encontraba entre interrogantes místicas; aunque lo más probable fuera que solo se tratara de un bromista con un Fotoshop legendario. De todos modos, le pregunté.
—¿Entonces, qué me puedes decir acerca del güije de las Cuevas de Bellamar?
Él se volvió a atusar su falso bigote.
—Compadre, soy de las personas que para creer tengo que ver.
Casi salgo disparado del asiento y le grito que ¿cuándo él, en su vida, ha visto una sirena? Sin embargo, lo pensé con más calma y terminé la entrevista. Cada cual tiene derecho a salirse del mundo a su manera, aunque la teoría de los hongos aún me parece bastante factible.
Al salir del museo, se preparaban para hacer un Karaoke en japonés.
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