Una amiga siempre me decía que las aguas del Yumurí estaban muertas; y yo las imaginaba como el lomo esmeralda de una serpiente, y quietas. La vida y el tiempo, lentamente, se deslizan por encima suyo y se echan al mar.
Es probable que existan ciudades nacidas de la tierra, horadadas en la ladera de una montaña; y otras en el aire, allá arriba, desde donde, al mirar al mundo, los hombres lucen cual bibijaguas y los edificios, cajas de fósforo. Matanzas, por allá por 1693, surgió de las aguas, pautada entre dos ríos, el San Juan y el Yumurí; uno con nombre de santo, y otro, de indio; uno con vocación divina, con manto y aureola, y el otro, hereje.
Hoy en día, en el tiempo posmoderno, poscovid, postodo —incluso ahora que se ha sumado otro río: el Canímar, más natural, menos sonsacado por el hombre, para conformar una triada fluvial—, el Yumurí quizás aún sea el menos favorecido.
Tal vez ello suceda por sus aguas muertas; o porque no tiene un Nárvaez, de Sex in the Beach y bares vintage en una orilla y en la otra, una parte golpeada por el polvo y el tiempo; y la diferencia entre ambas cree una dicotomía.
En las márgenes del Yumurí solo reposan los confines de dos barrios, La Marina por un lado y Versalles por el otro, nada vintage; ambos golpeados por el polvo y el tiempo, lo que causa la impresión de una constancia paisajística.
El río parece muerto, pero no lo está. La vida bulle en sus riberas y encima suyo, y quién le sabe más a las aguas que los pescadores. Por la parte de Versalles ellos levantaron una base. Sus casetas para guardar sus aparejos, están ladeadas, como quien le hace una reverencia a las deidades de la fortuna.
Viejos hierros carcomidos por el salitre, que funcionan como soportes de los muelles improvisados o de las casetas, recuerdan a los corales, rojos y repletos de cráteres.
Por aquí y por allá abundan los restos de las capturas, colas de pescado colocadas una a continuación de la otra que dan la impresión de una columna vertebral, de algo que mantiene en pie el lugar. Los gatos callejeros merodean, duermen en los botes y despiertan ahí mismo, tantean la solidaridad de aquellos que extienden sus manos. Son manos agujereadas por el filo de los anzuelos, endurecidas por la tensión de los nylons; y que saben que el hambre le duele a todas las criaturas, por debajo y por encima del nivel del mar.
Algunos pescadores pintan sus botes de blanco nácar. Así, cuando salen por la madrugada, parecen hermosas damas fantasmales que flotan sobre el lomo de la serpiente, que si de día es color esmeralda en la noche tiene una tonalidad musgo.
Otros revisan los motores, no vaya a ser que se queden varados en el océano, y el barco ya no sea barco, sino isla. ¿Qué es una isla, sino un barco en mitad de la nada y con agua por todas partes?
Aunque el río parezca muerto, cuando el bote de un hombre en búsqueda de sustento para él y su familia lo zurca y deja detrás estelas y ondas, parece como si la corriente reviviera.
El periódico Girón, próximamente, les ofrecerá un acercamiento a esta orilla de Matanzas, al Yumurí y a sus historias y paisajes.