Para aquellos que hacemos de la palabra una forma de vida, escribir sobre Martí nunca es fácil. La primera vez puede que sí, porque él, queramos o no, nos acompaña desde que nacemos.
En algún punto aprendimos a recitar “Cultivo una rosa blanca…” y, aunque después amontonemos recuerdos en el cuarto de desahogo de la memoria, como nombres de gatos, la alineación de tu equipo en la Champions, el principio de Arquímedes o la ley de las tres perpendiculares, el poema sigue ahí, como algo primigenio, como la primera caja sobre la que colocas la otra para ahorrar espacio y si la mueves sabes que todo puede irse abajo.
Además, tuvimos que estudiarlo para un examen. Todos en algún punto debimos valorarlo con tres elementos o exponer su labor revolucionaria. Siempre he considerado una gran deficiencia la enseñanza de su obra de manera escolástica..
Entonces, como vivimos en un país de cuya alma él forma parte, ese primer escrito es sencillo. Solo te dejas llevar. Pones… ¿no sé?… que dio su vida por Cuba, y es verdad. No solo le entregó la muerte, que dura lo mismo que tardas en encandilarte cuando encaras al sol y luego el mundo se te pierde, sino que le ofreció la vida.
Luego puedes agregar que sufrió por la libertad de su Isla hasta el final, y tendrías razón. Además, no hablaríamos nada más de un dolor espiritual, que es de los que más molestan, porque no puedes abrirte el pecho y darle mantenimiento al alma, así como así; sino del dolor también físico, más superficial, pero que debemos cargarlo encima de la misma manera. Nunca curaron del todo las heridas que le causaron los grilletes de la cantera de San Lázaro. Creo que las heridas de los grilletes nunca sanan del todo, ni las físicas ni las espirituales.
Puedes comentar que hizo mucho para lo poco que vivió. Martí murió con 42 años y gestó una Revolución. Amó, amó mucho, y sus obras completas superan la veintena de libros. Es posible que si redactaras esa parte, sentado a la mesa del comedor de tu casa, con el gato arrellanado en tus muslos y el ventilador que espanta los calores tropicales, pensarías que quizás has hecho poco.
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Letra a letra, el texto toma forma. Te parece que aún anda un poco cojo; por lo menos, te gustaría sumarle un elemento más. Entonces, sin cavilar mucho, tecleas que fue el más universal de los cubanos. Al terminar el eslogan reflexionas que tal vez no es lo mismo fama que universalidad, porque la fama, la gloria, caben en un grano de maíz, en una fugaz mota de polvo como las que flotan en un haz de luz.
La universalidad va más allá; es legado y aquello que hicimos por el avance de la humanidad. Quizás el Apóstol no descubrió un continente, como Colón, pero sí ayudó a entenderlo mejor; quizás no inventó los rayos X, para saber si andamos rotos por dentro, pero sí nos mostró cómo mirarnos hacia dentro.
Hilvanas elogios y anécdotas y máximas, y la crónica emerge de a poco, como un dibujo que primero fue garabato; mas, solamente, es la primera. Cuando te enfrentas a la segunda o la tercera o la cuarta, el ejercicio es mucho más complejo, porque comprendes que él no merece que te repitas, que copies lo mismo una y otra vez y solo le cambies el orden a los factores y busques metáforas nuevas.
Sin embargo, te viene a la cabeza ese maestro de la sospecha cultural, José Lezama Lima, cuando dijo que “es ese misterio que nos acompaña” y que para el estudio de su vida y obra existen centros de investigaciones y decenas de ensayos, biografías, artículos, películas. Los misterios, mientras no se resuelvan, poseen la sustancia de lo infinito, sobre todo cuando tenemos algunas pistas, pero aún no logramos descifrarlos por completo y no creo que lo hagamos pronto, porque a veces es más fácil tocar la Luna con las manos que abarcar a un hombre como Martí.
Como no te puedes dejar amilanar por la hoja en blanco, buscas una primera oración que sea el inicio de este nuevo texto: “Para aquellos que hacemos de la palabra una forma de vida, escribir sobre Martí nunca es fácil…”, y de ahí sigues.
(Foto: Ramón Pacheco Salazar)