Crónica de Domingo: Todo lo que hacemos para no dormir en el banco de un parque

Los mexicanos me dicen que levante la cabeza, que mire hacia las estrellas de la noche habanera. Ellos colocan la botella de Habana Club encima de mi boca de manera vertical. Siento cómo el líquido entra a mi garganta a una velocidad con todo el empuje de la fuerza de gravedad. Cantan algo así como “¡El farol! ¡El farol! ¡El farol!” Al parecer era algún tipo de juego para beber que practicaban en su tierra. Hay un punto en el que no puedo tragar con la misma rapidez con la que el ron sale de la botella. Las mejillas se me inflan; pronto vomitaré. De repente paran y me dan una palmada en la espalda con una sonrisa.

– ¡Bien hecho, buey! -me dicen. Tal vez “El farol” era la manera de compartir alguna costumbre suya; antes yo demoré cerca de veinte minutos en explicarles cómo se pronunciaba con corrección Asere, qué bolá. Cualquiera puede decirlo; sin embargo, darle la entonación correcta, con la mezcla específica de guapería y camaradería que hace a la frase tan cubana, no resulta tan fácil.

– ¿Buey, a qué tú te dedicas? -me pregunta de pronto uno de los mexicanos.

– Estudio periodismo -respondo.

-Ah, sí. ¡Qué pedo! Entonces tú debes saber cantidad sobre el país. Nosotros  estudiamos Ciencias Políticas allá y nos interesa saber sobre Cuba. ¿Cómo es?

Después de un “Farol”, sentados en el malecón a las 3 de la mañana, con unos músicos en búsqueda de turistas trasnochadores que se pegaron al grupo y comenzaron a cantar rancheras y boleros en espera de propina, definir un país me parecía algo ridículo y paradójico.

En otro escenario huiría de la conversación; pero, como escribió un filósofo español, “El hombre es él y su circunstancia”; y mi circunstancia esa noche resultaba bastante desalentadora: en el más seguro de los casos tendría que dormir en un banco, acurrucado sobre las tablas de madera, al mejor estilo de los contorsionistas que se encierran en maletas, con el miedo a que un guardaparques me sorprendiera, o peor: que me levantara al amanecer tullido por el frío y me percatara de que solo llevaba encima el calzoncillos y las medias.

Era la primera vez que iba a Capital solo. La había visitado antes, pero, como buen matancero, siempre en un carro de ida y de vuelta o en una excursión para ir al Acuario o al Zoológico o al Parque Lenin. Nunca me había arriesgado a ser un triste tigre, a lo Cabrera Infante, y lanzarme kamikaze a la noche habanera.

Esa semana estaba en un evento de la universidad y nos albergaron en Alamar Micro 10, un lugar en las periferias de la ciudad tan lejos del centro que pensé que si me asomaba al balcón de la beca contemplaría la bahía de Matanzas. En la noche, la misma en que cambié un “asere, qué bola” por un “Farol”, fuimos a una fiesta en el Bertolt Brecht. Allí me enredé con una mexicana que también participaba en el evento y después de par de besos me invitó a irme con ella para su hotel. No lo pensé demasiado; quizás debí hacerlo.

Entonces ahí estaba solo con un grupo de mexicanos borrachos. Cuando llegamos al hotel me quedé atrás por miedo a que no pudiera entrar por ser cubano. Por esos años de apertura, las leyes y decretos iban y venían como balas por encima de una trinchera; así que no había un terreno seguro. Al final, cuando me atreví a pasar, mezclado entre el molote de los mexicanos, y pregunté por la muchacha, nadie sabía. Así perdí la cama prometida y la calma.

En aquella época aún no tenía celular; por tanto, estaba incomunicado de mis amigos, y mi dominio de la geografía habanera era nulo. Así que poco a poco imaginé el hermoso banco, en un parque oscuro, debajo de un frondoso árbol -desde donde las hormigas se lanzarían encima de mí como paracaidistas de la 18 División Aerotransportada-, que sería mi lecho hasta que amaneciera y pudiera dirigirme hacia Alamar. Por ello cuando vi que una parte de los mexicanos se dirigían hacia el malecón a seguir de fiesta, me les uní.

-Ah, sí. ¡Qué pedo! Entonces tú debes saber cantidad sobre el país. Nosotros estudiamos Ciencias Políticas allá y nos interesa saber sobre Cuba. ¿Cómo es?

Yo hablé, hablé hasta por los codos. Les expliqué que éramos un país socialista cuya base era el pensamiento de Carlos Marx y Federico Engels. Nunca habían oído sobre Marx; uno de ellos recordaba escuchar sobre Engels en una clase de Economía Política. Luego de que la Revolución ayudó a mucha gente, que se le metió en el cuerpo y el alma a mucha gente. Y que en los años 80 hubo prosperidad gracias a la Unión Soviética y que llegó el Periodo Especial.

– ¿Buey, qué es un período especial?

¿Cómo tú le explicas a un extranjero, con más sereno y alcohol en el cuerpo que sangre, qué es un Periodo Especial? ¿Alguien que no sea cubano pudiera entenderlo? De todas maneras, hice mi esfuerzo más loable. Hablé, hablé hasta por los codos. Comenté que fue una época de escasez donde el gobierno impuso una serie de medidas que cambiaron el país… y todo lo demás que usted, lector, conoce a la perfección.

Cuando terminé mi discurso, miré mi reloj. Daban las 4 de la mañana. Uno de los mexicanos daba un bostezo que peinaría un bosque y luego le dijo al otro que ya era hora de dormir. Yo, con mi mejor cara de víctima, les pregunté:

– ¿Puedo quedarme con ustedes?

-Por supuesto, buey, ven con nosotros. Esa noche que dormiría junto a una bella mexicana amanecí entre dos mexicanos que unieron las camas para darme un poco de espacio donde acomodarme. Sin embargo, ser periodista me salvó del banco del parque. Además, aprendí que era un “Farol” y que Cuba todavía es un misterio para muchos de los ciudadanos del mundo.        

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