La señora de las jaibas. Fotos: Raúl Navarro
La tarde cae despacio sobre el Yumurí, ella mira el agua como si fuera un viejo espejo que todavía le dice la verdad. Está sentada en el borde, con la cubeta a un lado. “Mañana es mi cumpleaños”, dice de repente, casi como quien confiesa un secreto. Lo repite un par de veces. No lo celebra. No hace falta. La vida se le ha ido celebrando sola.

Pesca jaiba “desde los ocho años”. Me lo dice con una tranquilidad que no cabe en la época que vivimos. Nació y creció ahí mismo, en el callejón de San Severino, donde su padre la sentaba junto al río para enseñarle el oficio. En aquel entonces —me jura— había jaiba en cantidades. Ahora no. No por contaminación, según ella. Es el ciclo del río, la lluvia que enturbia el fondo, las “algas” que aparecen solo en frío y que lo deciden todo.

Mientras habla, las manos le tiemblan un poco. No sé si por el “andancio” que la tiene enferma o por esa mezcla de memoria y cansancio que se pega a los viejos pescadores. Explica que la jaiba es del río y del mar, aunque más del río, más de estas lagunas que conoce como pasillos de su propia casa. Lo cuenta con una precisión que ya no se escucha en ningún lado.

La técnica la sabe de memoria. La carnada de ahora es “lo que encuentre”, lo que algún vecino le regale. Antes era tripa de pollo. Ahora también, pero puede ser aguja, camarón, cualquier sobra que el río convierta en milagro.

Al rato, la conversación se vuelve cocina. La señora explica el proceso de limpiar la jaiba con detalles quirúrgicos: el cascarón fuera, la “mierda” del medio, la tripita que se esconde entre dos placas. Todo lo dice sin pudor, como quien ha repetido ese gesto miles de veces. Dice que de la jaiba ha hecho sopa. Que alimenta. Que hasta cura. Y pone ejemplos de vecinas que sanaron “porque el médico se lo mandó”.

Le pregunto si esto la ayuda en casa, ahora que la comida falta. Se ríe, pero no es una risa alegre. “No, esto no es negocio. Yo no vendo. Esto es pa’ comer”, asegura. Y ahí aparece la verdad completa: pesca por necesidad, pero sobre todo pesca porque es lo único que le despeja la cabeza cuando las paredes aprietan y la enfermedad del esposo —esa historia larga y dolorosa que empieza con una operación y sigue con rechazos, sondas y noches enteras— se le planta encima.

El río, entonces, es refugio. Un respiro que dura mientras el hilo se tensa o se afloja. “Es un entretenimiento. Si tengo problemas en la casa con un enfermo, vengo a relajar la mente”, confiesa. Y uno entiende que este acto sencillo, casi infantil, de esperar que una jaiba muerda la carnada, es lo que la sostiene.

Cuando el sol ya se ha ido, la mujer mira la cubeta. “Más o menos”, dice sobre la pesca del día. Lo dice sin tristeza, sin orgullo. Lo dice como quien asume que ese “más o menos” es lo que le ha tocado en todo: en la salud, en la comida, en el matrimonio, en la vejez. Y aun así sigue viniendo, cada día, doblada por el dolor del brazo pero fiel a su ritual de agua.

Mañana cumple años. No sabe si vendrá. Quizás sí. Quizás a las doce de la noche. Porque la vida, como la jaiba, a veces solo se deja atrapar si uno llega justo a tiempo.

