Cuentos de Camino: La ceiba de la Pelirroja

Cuentos de Camino: La ceiba de la Pelirroja

Planta una ceiba en el perímetro de una escuela primaria, o construye una escuela primaria en torno a una ceiba, y en solo un par de graduaciones tendrás mil “cuentos de camino” que contar. La de mi escuela daba sombra de día y miedo de noche. También curiosidad, como la que me indujo a saciar en una aventura de esas que todos vivimos alguna vez.

Frondosa y colosal, de raíces gruesas y serpentinas como los tentáculos de un pulpo gigante, hoy apenas me muestra su copa cuando paso por allí. Han levantado un muro que circunda el pabellón y tapa a la vista su robustez. Pero entonces, cuando de lejos podía admirarla en toda su extensión, me invitaba a lo desconocido. Y, si le daba tres vueltas a la luz de la luna, lo desconocido tomaría la forma de una niña pelirroja. Eso decían.

Nunca quedaba claro cómo era ni qué podía hacerte, pero sí que, de seguir el ritual, ella te saldría. ¿Cómo se imagina uno a alguien por la descripción de su pelo? Y ni tanto: solo por el color, pues hasta en la forma había imprecisiones. Podría tenerlo rizado, liso, largo, corto, peinado o no, entre tantas posibilidades equivalentes a las del resto de su físico, ropa, edad, o función espectral en el mundo.

Todos daban una versión distinta de su aspecto. Coincidían nada más en ese cabello rojo, que la distinguía entre todas las posibles presencias de mujer errante que uno hallase a altas horas emanando del árbol, flotando tras las ventanas de las aulas o paseándose por el huerto escolar.

La Pelirroja. Un resultado más del antiquísimo juego entre amigos que consiste en asustarse, contando la mejor historia. La suya no era tanto una historia como un mito estático, inventado con menos esfuerzo que otras creaciones en charlas a lo largo del recreo. Mary Shelley no hubiera estado orgullosa, pero había algo vagamente romántico en la idea de una señorita que, entre sombras, esperaba a ser invocada por cualquier niño incauto.

Siempre se tenía una fe morbosa en su existencia, pero qué casualidad que siempre el que se la había topado no vivía ya en la ciudad, o era el hermano mayor de alguien que estaba ahora en la secundaria y, por tanto, ¿quién de nosotros se iba a colar en la escuela de “los grandes” a pasar la pena del siglo preguntando por un fantasma, como ingenuos periodistas?

Lo más elaborado que llegué a escuchar de ella era que se basaba en una estudiante fallecida hacía mucho, en una escuela de los campos, y de alguna forma se alimentó la creencia en su retorno. Quizás todo empezó por una amiga aún doliente que, de lejos, reconoció el color de una cabellera familiar y dio con el método de “mantenerla viva”, hasta el sol de mis días y lo que yo viví.

Pasaban los años y allí seguía, al pie de la ceiba, esa figura borrosa de leyenda. Se negaba a aparecer cuando en horario diurno los chiquillos, envalentonados y en grupo, la provocaban pisándose los talones unos a otros alrededor del árbol, incumpliendo así la exigencia exclusivamente nocturna del ritual. Tal vez apareciera en las noches, si alguno se mostrase dispuesto a experimentarlo.

Entonces, ante tanta inquietud, por mi mente infantil y timorata cruzó la osadía más radical: averiguar por mí mismo la veracidad… No, no, no. Comprobar, por mí mismo, la falsedad en lo concerniente a la Pelirroja.

Para ello, tuve que elegir una noche al azar donde hubo juego entre los amigos del barrio. Tras unos cuantos “escondidos” y “agarrados” me despedí, con el pretexto de subir a casa, pero me aparté del edificio sin que me viesen escabullirme y enfilé la calzada hasta la primaria, buscando las zonas peor iluminadas de las aceras.


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Una vez frente a la ceiba, si todo marchaba bien, solo faltaría darle tres vueltas, científica y racionalmente exitosas, antes de volver a mi hogar y evitar que mi pequeña escapada fuese descubierta. Si todo marchaba bien, repito. Para lo contrario, no tenía planes. Era mi primera cita a ciegas.

El gran pabellón que durante el día bullía de enanos con pañoleta y nos acogía por cientos para educarnos, de noche me imponía más que una mansión penumbrosa en un páramo. La luz del custodio quedaba bien lejos del patio donde se alzaba mi objetivo, y la de la luna era tan escasa que a través de las ramas sobre mi cabeza solo se filtraba lo suficiente para intuir las raíces, no verlas. Tropecé con ellas la primera vez.

A la segunda, una opresión en el pecho y una mayor lentitud en los pasos me hicieron dar la vuelta más tímida que un alumno haya acometido jamás alrededor de esa mata. Con una mano apoyada en la corteza y la otra en el corazón, acelerado como una bomba de tiempo, noté que mis pies se enraizaban y me dejaban varado antes de la tercera ronda.

Noté también, de pronto, el lugar y la travesura en que me había metido. Noté la impaciencia de un espectro a punto de ser manifestado. Noté muchas cosas, pero tal vez fuese solo el viento.

Un esfuercito más, un último rodeo al maldito tronco, y allí estaría ella, extendiéndome los brazos como sirena de tierra firme, envuelta en jirones blancos y revueltos los rizos al viento. Así la imaginaba. Solo al ver a María Laura Germán en el teatro años después he recreado ante mis ojos una imagen parecida.

Nunca di la tercera vuelta. Si al otro lado me aguardaba, molesta o complacida por mi llamado, no lo supe. Ni siquiera sé cómo volví a casa, si más racional o fantasioso, si más cobarde o valiente. Descubrí decepcionado que no tenía una conclusión sacada. Que si contaba algún día mi incursión nocturna en la escuela, no pasaría de ser otro mero “cuento de camino” para los futuros fantasiosos del recreo.

Porque en esa noche de soledad y ventolera, al abandonar corriendo el patio en cuanto sentí circular de nuevo la prisa por mis rodillas, a lo mejor fue mi mente la que inventó ese sollozo de despedida que me hizo volver la vista atrás un instante. Y ver lo que tal vez no estaba allí.

A lo mejor fue mi mente, a lo mejor fue mi mente… O a lo mejor fue el viento, ese que desvencija ventanas y flamea cabellos rojos en la oscuridad.

Nota: Similares mitos y tradiciones en torno a una ceiba se mantienen en toda Cuba. Por ejemplo: el mito de los chichiricúes (pequeños duendes negros) en Camagüey. El propio mito de la Pelirroja varía generacional y geográficamente.


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