Como dirían los súbditos del César de la antigua Roma: ¡Salve César!
En esta crónica nos referiremos a un personaje casi mitológico que desandó esta ciudad hace más de medio siglo.
Respondía al nombre de Olayo, y de él se cuentan diversas, asombrosas y hasta divertidas anécdotas a través de personas que fueron sus contemporáneos y que narran hechos inusitados por la descomunal fuerza que, según dicen, el susodicho poseía.
No fui testigo de ninguna de ellas, por lo tanto me baso en los comentarios recogidos al azar, aquí y allá.
Lo que sí presencié casualmente en una ocasión aconteció cuando mi abuelo me llevaba a casa de su hermana, quien vivía en la calle de Cuba, entre América y Compostela. De regreso de la visita, cortamos camino por la entonces maltratada calle Comercio, para salir al pie del puente de Tirry, en dirección a Pueblo Nuevo.
Pues bien, cuando transitábamos cercanos a la orilla del río, vi a un hombre agachado que bajaba de un tosco fogón un gran envase de lata lleno de variadas viandas, que a continuación se comería. Olayo, que conocía a mi abuelo, lo saludó y nos invitó a comer su “manjar”. No aceptamos, pero me extendió unos deliciosos plátanos manzanos que sí tomé.
Ellos conversaron sobre pesquería, en tanto el forzudo no dejaba de llevarse a la boca trozos de vianda. Era una “salvajada” ingerir todo aquello, pero él, como si nada. Se levantó, esparció las cenizas del resto de la fogata y se dispuso a ir hacia su embarcación, atracada a unos pocos metros de allí. Por supuesto que se llevó el envase. Se despidió de nosotros con una sonrisa al ver mi asombro ante su atracón.
Era Olayo alto, musculoso, de grandes manos y bíceps y tríceps naturales muy pronunciados. Estas son algunas de las anécdotas que aún se cuentan por ahí.
Se encontraban varios linieros tratando de levantar un poste del tendido eléctrico, para sustituirlo por otro en mejor estado, pero su esfuerzo resultaba baldío. Entonces, pasó Olayo por el lugar —una cuadra de la neopoblana calle de San Juan de Dios— y les preguntó si él podía ayudarles.
Con cierta sorna lo miraron y uno de ellos le dijo que sí. Que si él levantaba el poste se lo podía llevar. Juzgaron mal la fortaleza de Olayo, quien ni corto ni perezoso se acercó y comenzó a zarandear el tronco, que poco a poco comenzó a desprenderse de su entierro, a la par. Olayo iba acomodando el pesado árbol sobre sus robustos hombros, hasta que logró extraerlo totalmente.
Sorprendidos, los operarios miraron aquella proeza, y el que había hablado rectificó: “Lo de que te lo podías llevar era una broma”. “Nada de eso. Usted prometió y yo cumplí. Me llevo el poste ¿o me lo vas a quitar?”, cuestionó Olayo.
Se miraron entre sí los linieros. Se encogieron de hombros y permitieron que el forzudo se fuera con su pesada carga, hasta su casita de madera, situada en la orilla versallera del río yumurí, cercana al Parque Watkin.
Alguien más narraba que en cierta ocasión el Goliath matancero cargó sobre sus espaldas su pequeña embarcación. A bordo llevaba a su esposa y a sus dos pequeños hijos. Eso, en mi opinión, me resulta totalmente imposible de creer, porque no se trata de una carga compacta, sino de una masa humana movible, lo cual haría perder el balance al hombre.
Lo que sí pudo acontecer es que Olayo arrastrara el bote sobre el fangal de la zona, hasta llevarlo al cercano río.
Un amigo también me contó que los hijos de este Charles Atlas publicaron hace algunos años en España un libro referido a las hazañas de su padre.
Sería una magnífica opción si algún día pudiéramos leer esa publicación. Así sabríamos más sobre las proezas de este Goliath matancero. (Por: Fernando Valdés Fré)