La Habana vista desde afuera

La Habana, la señora orgullosa de mirada altiva y frente alta, la vana, la que todas las carreteras dentro de esta Isla conducen a ella como si fuera la última morada, la céntrica, la primera yo y después el mundo, la que –como con los Industriales en la pelota– puedes ser aficionado o no a ella, pero de ninguna manera ignorarla, cumple su 504 aniversario.

Hoy San Cristóbal se juega al cubilete un par de años más al olvido y con ellos, como moneda libremente convertible, se va a por unos mojitos a la Bodeguita del Medio. Entonces nosotros, los otros, los periféricos, los que decidimos quedarnos en nuestra tierra pequeña, brindamos con él o por él y le preguntamos si entre tanta inmensidad de urbe no se siente un poco solo.

Ella no es una sola, sino muchas Habanas: la de las fortificaciones que ya no nos protegen de los piratas de pata de palo, sino de la desmemoria; la del capitolio y su diamante perdido, para enseñarnos dónde queda el kilómetro cero, en el exacto lugar donde todo comienza y todo acaba; la de los edificios apuntalados y las grietas en las balaustradas por las cuales debes bajarte de las aceras por precaución a que el cielo te vaya a caer encima; la colonial, con sus catedrales y las palomas que levantan el vuelo cuando los niños quieren atraparlas, porque la libertad no puede ser fugaz; la bohemia, con sus discotecas de tres salarios o el malecón como la gran barra de un bar de barrio.

Todas ellas, no solo las que funcionan como postales para turistas, celebran aniversario hoy. Tal vez quisiéramos que la belleza primara, pero a veces las luces más brillantes proyectan las sombras más largas y en una ciudad, sea la que sea, cohabitan luces y sombras. Sería la dicotomía del faro del Morro, que barre con su luminosidad las aguas y una calle con el alumbrado público roto, donde en la madrugada todos los transeúntes parecen espectros. Sin embargo, no puedes decidirte por una de las partes y obviar la otra, como a los amores y a las amantes debes aceptarlos y quererlos como tal.

Quizá los matanceros poseamos una relación especial y compleja con La Habana por la maldita circunstancia de dos horas de viaje en camión de pasaje, o una hora y media en un carro directo. La cercanía nos define y nos atrapa. No podemos escapar de su influjo. No podemos serle indiferente. Ahí está ella, que nos observa con sus ojos color paredes descascaradas, y nosotros debemos aprender a vivir con ello.

Hay quien ha aprendido a resistirla, a decirle “tú tendrás el Vedado cosmopolita pero yo unos viejos ríos y unos puentes que alguien atraviesa para encontrarse conmigo”, o, sencillamente, le resulta tan lejana como las áreas residenciales de Saturno. Esos últimos son los que han ido una o dos veces nada más, los que pagan 500 o mil pesos por una excursión al Parque Lenin o la Feria del Libro en la Cabaña, y nunca se separan más de un kilómetro de la guagua, porque se pierden. Ellos nunca se han parado al final de la curva de una carretera a cazar una Transtur de 20 pesos que te deje en el Parque de la Fraternidad.

También se encuentran los que ceden ante la mirada y un día reflexionan que quién dijo que no se pueden tener dos patrias. Entonces pasan a ser habanatanceros. Son de aquí, pero se hallan allá o están aquí y quisieran estar allá. No puedes despercudirte de las nostalgias como si fuera polvo de los caminos, pero a veces la vida te obliga a optar a ser el ausente, porque quieres avanzar en lo que te gusta, porque buscas escapar del provincianismo, porque no quieres ser un gran pez en un pequeño estanque. En muchas ocasiones te necesitan aquí, para que la trabajes, para que vivas, para que imagines, pero ya resulta demasiado tarde.

Yo, personalmente, soy un habitante de las áreas verdes medio equivocado y acomodado. El ritmo trepidante de La Habana me marea: muchos semáforos, muchas direcciones que aprenderme, y con miedo a que no me la digan si las pregunto; muchas luces para conciliar el sueño. No obstante, habría que tener muy poca alma o ser muy cerrero para no reconocer la facilidad con que uno se pierde en sus misterios por desanudar y desnudar, en el paisaje de la urbe que no acaba, que caminas y caminas como si estuvieras sobre esta tierra con ese único fin.

Por ello, ahora que se conmemoran los cinco siglos y un poco, brindemos con San Cristóbal, por sus faros y sus calles rotas, por los habaneros y los habanatanceros, por sus plazas y sus Caballeros de París. Nos duela o no, todos los caminos conducen a ella.

¡Felicidades, Habana!

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