Entre el hollín, la incertidumbre y la esperanza

Cándido

Mientras desciende la escalera de la chimenea Cándido acapara las miradas de quienes desde abajo esperan noticias. Él avanza y se acerca al grupo que desde abajo observa, por ratos en silencio, por momentos demasiado ansioso, las labores de búsqueda y rescate. Pisa el último escalón y camina hacia sus compañeros. Desde arriba lanzan otros dos cubos de hollín que lo hacen cerrar los ojos, a pesar de las gafas protectoras.

“¡Cuidado!”, le advierten a tiempo y da unos pasos a su izquierda para esquivar la nube negra.

Sus compañeros lo esperan con pomos de agua y lo ayudan a quitarse la indumentaria que lo protege; suelta a un costado el casco, el nasobuco, las gafas y antes de probar el líquido refresca primero su rostro tiznado y sudoroso. Cándido no habla mucho, se limita a explicar que se trabaja con cuidado, que hay que tener paciencia, que esta noche será larga.

Muchos lo interpelan, algunos le dan palmadas en los hombros. No parecen buenas noticias. Hace rato que todos lo piensan pero pocos se atreven a comentarlo.

Antes de recorrer el trayecto de vuelta hacia la torre, por fin toma un sorbo de agua, conversa, niega con la cabeza. Frota de nuevo su cara, la limpia con esmero, las partículas de hollín se escurren lentamente, pero la tristeza no se borra de su rostro.

Alberto

Alberto está vivo de milagro. Me lo dice con la voz quebrada frente a la puerta por donde vació los cubos de hollín que le salvaron la vida. Él integraba junto a Ángel Dionis, Maikel, Alexis y Lázaro la brigada que este viernes efectuaba el mantenimiento en la chimenea de la Guiteras sin siquiera presentir la tragedia que se avecinaba.

Yo no sé qué pasó porque la pared la revisamos y estaba en buen estado, me confiesa y calla, como si las palabras se le atoraran en la garganta.

“Grité, grité todo lo que pude, todo lo que me salió por la boca cuando sentí el estruendo y luego no vi más nada que la nube negra de humo y uno de los hombres llamándome. Le dije que no se apurara, que estábamos sacando ladrillos y que lo íbamos a rescatar”, alcanza a explicarme y de nuevo hace silencio con la mirada clavada en el suelo.

Alberto II

Sentado sobre unos bloques apilados al costado de la chimenea, Alberto me confiesa que no puede decirme mucho, que él no vio nada, aunque sí sintió el estruendo y los gritos mientras manejaba la grúa.

-Ahí lo que debe haber pasado es que el hollín del otro lado presionó la pared.
Y si a estas alturas no los han encontrado…- y deja la oración inconclusa sin que haga falta preguntar más.

“Es que eso es muy tóxico, allí adentro no solo es hollín, eso también tiene vanadio, una sustancia tan tóxica que te libras de ella únicamente cuando te mueres. Hasta los huesos se te mete si no te proteges bien. Yo te digo, ojalá que no, pero… ”

“Esta zona industrial está salá”, se apura a decir uno de los compañeros que rodean la montaña de bloques y Alberto se limita a asentir.

Ya hace rato anocheció en este viernes santo para los católicos, un viernes terrible para cuatro familias, para todo un pueblo. Un día en que el corazón de Cuba vuelve a estar en Matanzas, aunque aquí todavía no se divise la luz tras la cortina de hollín que, cada tanto, cae desde la chimenea de la Guiteras.

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Sobre el autor: Lisandra Pérez Coto

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