29 de abril de 1869, ciudad de Matanzas
La ciudad se vuelve naranja. El amarillo intenso del mediodía que hace reverberar la realidad cede ante los tonos más oscuros de la tarde, que le dan a los edificios de la Plaza una mayor armonía. Frente al Casino Español Príncipe Alfonso hay una pequeña fila, tres o cuatro personas aguardan para rendirle homenaje al gorrión muerto que llegó de La Habana en la mañana.
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Están aburridas y expectantes, con ese tipo de hastío que nace cuando la curiosidad es grande, y para saciarla se ha de esperar sin saber qué hacer con el tiempo muerto que, como todo lo muerto, posee la densidad de lo eterno. Por ello se contemplan los botones de la levita, inspeccionan el lustre de los zapatos, comparan la diferencia del largo de las uñas del pulgar con la del índice. Todos están callados, inmersos en sus propias ansias. Esperan que alguno rompa la inercia del silencio, el más valiente o el más extrovertido.
—¿Alguien sabe cómo empezó todo esto con el gorrión? —pregunta el Señor I, el más cercano a las grandes puertas del edificio. Tal vez habló porque es el que más tiempo llevaba en la fila y el calor de la tarde ya lo mosqueaba.
Nadie habla. Son tiempos en que los pensamientos se salvaguardan mejor en la caja del cráneo. Los insurrectos en el otro extremo del territorio de ultramar de la Corona han terminado de separar la Isla, en lo geográfico y en lo ideológico. Los independentistas urbanos piensan que resulta más inteligente mantener la cabeza fresca, que perderla en un ataque de pasión. Los proespañoles refrenan sus paranoias de que en cualquier lado, detrás de las farolas de gas, en el corazón de los arbustos, pueda estar un conspirador; al final, no están tan equivocados, los cubanos están en todas partes.
—Un amigo me contó que un voluntario encontró el pájaro en la Plaza de Armas de La Habana, si no recuerdo mal: por allá por marzo, y como a los soldados españoles… —la voz del Señor II, poco a poco, se desvanece como si terminar la idea resultara desaconsejable.
—Porque a los soldados españoles les dicen gorriones y a los insurrectos, bijiritas —concluye el Señor III de manera tajante—. Así que montaron toda una parafernalia por el ave y lo trataron como si fuera un general ibérico, con procesión militar y todos los honores correspondientes. Dicen que hasta lo colocaron dentro de una urna de cristal para pasearlo por la Isla.
El Señor II mira a su alrededor, a la calle Contreras, en dirección a la bahía y hacia los altos de la ciudad, incluso la calle Gelabert, la paralela, al otro lado de la Plaza. Respira calmado; al parecer no encuentra nada sospechoso y retoma la palabra. Quizá que alguien le robara la conversación por ser demasiado precavido lo ha avergonzado.
—Dicen que lo recibieron aquí hoy por la mañana, con una misa en el Cuartel de María Cristina, por allá por Versalles, y que ahí estaba el gobernador y todas las autoridades de la ciudad.
—Y luego lo pasearon por el centro del pueblo con los cuerpos de voluntarios y con la Banda del Regimiento de Nápoles con sus clarines y tambores para que nadie quedara ajeno, una locura —continúa el Señor III.
—Ese fue el revuelo que sentí hace unas horas; aunque creo que los revuelos y los gorriones muertos no tienen mucho que ver —comenta el Señor I y suelta una sonora carcajada.
—Oiga, tenga cuidado, no sabe quién lo está escuchando —el Señor II, nervioso, pasea los ojos de nuevo por la ciudad, Matanzas abajo, Matanzas arriba.
—Una ridiculez es esto. Para colmo me contaron que en La Habana alguien vio a un gato atacar y comerse un gorrión y, entonces, acusaron al gato de traición a España y le hicieron un juicio; incluso, le pusieron un abogado defensor que sabrá Dios cómo logró demostrar que era inocente y un ejemplar súbdito del rey. En fin, un total sinsentido.
Otra carcajada del Señor I rompió la pesadez del crepúsculo.
—Un gato acusado de traición —rió de nuevo.
—Conténgase, por favor. ¿Quiere que nos fusilen en el San Severino por laborantes? —preguntó el Señor II. Sin embargo, nunca le contestaron, porque en ese momento desde dentro del edificio llamaron para que pasara una persona y el Señor I entró con grandes pasos.
—A ver, usted que está tan informado, ya que hasta hay que pagar para “rendirle culto” al gorrión, ¿me puede decir cuánto cuesta por fin verlo? —comenta el último de la fila.
—Veinte centavos, si no me equivoco —responde el Señor II, que está al borde de un quiebre nervioso. Su interlocutor introduce una mano en el bolsillo del saco y extrae una moneda.
—Qué gasto de dinero por gusto, Dios mío, y lo más gracioso es que el pajarraco ahora sigue su vuelo por Cuba: salió de La Habana, lo llevaron para Guanabacoa, luego para acá y sigue para Santa Clara y después Puerto Príncipe.
Desde dentro del edificio solicitan al próximo en espera. El Señor II, hasta un poco feliz por liberarse de su compañero ocasional demasiado explosivo, entra apresurado.
A la fila se han incorporado nuevas personas. “¿Qué sucedió con el ave?”, preguntan. El Señor III iba a responder, pero alguien se le adelantó. Entonces calla. Tal vez resultara buena idea no inmiscuirse tanto ni expresarse tan a la ligera. Así que se inspecciona el lustre de los zapatos, se compara la diferencia de largo de las uñas del pulgar y el índice. A los cinco minutos lo llaman.
—Es hora de ver al pajarraco. Espero que la gente de Oriente llegue aquí rápido, a esta Isla le hace falta un poco de cordura —comenta para sí mismo antes de perderse de la tarde naranja en el Casino.
P. D.: El 29 de abril de 1869 el gorrión muerto al que le rindieron homenaje como si fuera un general español llega a la ciudad de Matanzas. La escenificación solo es una manera diferente de presentar el suceso, aunque ciertamente se pudo dar un diálogo así. Los hechos en torno al ave son fidedignos. Este texto se redactó gracias a la información brindada por Ercilio Vento Canosa, historiador de esta urbe.